Análisis

Joaquín Aurioles

La intervención de los precios

El Gobierno, o al menos parte de él, ha decidido sustituir al mercado en la fijación de precios. Lo ha hecho con los alquileres, como ayer apuntaba Fernando Faces en esta misma tribuna, con la energía y ahora abre un debate sobre el tope de los alimentos. Los analistas independientes ven inconvenientes por todas partes y los comerciantes pequeños lo perciben como un perjuicio grave e inmediato. Solo los gigantes de la distribución están encantados con la iniciativa porque les ayudará a espantar, por fin, de su mercado a los molestos pequeños comerciantes de barrio. Sólo rememorando a Oscar Wilde en que lo importante es que hablen de uno, aunque sea mal, cabe entender a la vicepresidenta segunda del Gobierno en su empeño.

La regulación de los alquileres ha acentuado la escasez de oferta y la aparición de mercados paralelos (infravivienda) o alternativos (huida a la vivienda vacacional). La cuestión es que los alquileres no están entre los precios que más han crecido durante el último año, así que, como señalaba Faces, el problema es la retirada de la oferta y no el precio, por lo que poner un tope a su crecimiento equivale a escupir contra el viento, como los hechos se encargan de demostrar.

El caso de la electricidad es especial y mantiene al gobierno desconcertado en su marea de medidas paliativas. El problema en este caso está en una regulación europea garantista de los intereses de las eléctricas. Ya conocemos lo esencial. Toda la energía se vende al precio que permite cubrir los costes de la fuente más costosa, en este caso el gas, lo que provoca que cuando su precio se dispara, también lo hace el de toda la energía eléctrica, con independencia de su procedencia, y los beneficios de quienes la producen.

El problema está en la caótica regulación y en los incentivos de las empresas a producir a costes elevados, por lo que medidas como el gravamen sobre los beneficios caídos del cielo a las eléctricas o el tope del precio del gas nunca van a conseguir resolverlo. Sólo la caída del precio del gas o un cambio radical en la regulación podría hacerlo, pero las perspectivas de que pueda ocurrir lo primero son prácticamente inexistentes a medio plazo. La única opción sería, por tanto, cambiar la regulación con el consiguiente perjuicio para las eléctricas, que utilizarían todos sus recursos para resistirse.

Las dos posibilidades más radicales serían la presencia, al menos parcial, del sector público en el mercado con precios de referencia que estimulen la competencia y garanticen precios socialmente aceptables y, en otro extremo, la desaparición de la regulación. Esta última supondría alterar la competencia dando entrada a nuevos operadores, especialmente en el segmento de las renovables. Los gigantes del sector tendrían incentivos para invertir en fuentes baratas y buscar precios medios competitivos y garantistas de su viabilidad. Son dos opciones radicales entre las que cabrían otras intermedias más moderadas. Cualquiera de ellas tendría sus costes y exigiría una transición controlada, pero el conformismo con la situación actual solo se entiende desde la connivencia con los intereses de las grandes eléctricas.

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