Análisis

rogelio rodríguez

El desamparo de la legalidad

Los soberanistas dicen que volverán a reincidir y hasta ahora han cumplido sus amenazas

Millones de españoles contemplan atónitos el absentismo irresponsable del Gobierno de la nación ante los tremebundos acontecimientos que se producen a diario en Cataluña. Las autoridades de la Generalitat incrementan su desafío al orden constitucional y alientan el vandalismo de los Comités de Defensa de la República. Los graves incidentes de orden público, el ultraje a los órganos neurálgicos del Estado, el incumplimiento de las leyes y el desacato a los tribunales no son reacciones repentinas ante hechos puntuales adversos para la diatriba secesionista, como pueda ser la sentencia del Tribunal Supremo sobre el procés. Todo está programado y, según la ocasión, cada una de las partes que conforman el insurrecto entramado cumple su cometido. Los más descerebrados, incendiando calles y agrediendo a las fuerzas policiales; otros, diseñando estrategias de ruptura a corto, medio y largo plazo; otros, destruyendo el régimen democrático desde las propias instituciones; y, otros, que también los hay, coadyuvando al conflicto desde sus despachos empresariales.

Es obvio que los independentistas se han envalentonado. Cuando el Estado era fuerte, pero bobo, aprovecharon para inocular el odio antiespañol en la población más débil, entre otros métodos a través de la enseñanza en su forma más vil; chantajearon a los gobiernos del PSOE y del PP, que cedieron a los nacionalistas grandes privilegios a cambio de su apoyo en las Cortes, y cuando el Estado flaquea con gobiernos endebles y partidos acalambrados agudizan su infame extorsión o, como estos días, desencadenan la confrontación violenta. La participación en los altercados no es representativa en el cómputo de población, pero son la avanzadilla de choque y, según el CIS, el porcentaje de catalanes partidarios de la independencia alcanza ya el 48%. Y la cifra continuará en ascenso si el Estado no vuelve de inmediato a hacerse presente en la vida política y social de Cataluña. Tan difícil y costoso, después de tanta dejación, como imprescindible para revertir la dinámica del drama que afecta, sobre todo, a esa otra mitad de catalanes que sufren hostigamiento y desamparo.

Para el grueso del constitucionalismo, la secesión es una quimera inalcanzable y los más legalistas hacen bandera con la sentencia del Supremo, calificándola de aportación decisiva para el afianzamiento de un corpus jurídico que refuerza el sistema democrático. Ojalá. Pero ninguna sentencia es palabra de Dios, y ésta, la más trascendente de nuestra era y, sin duda, ajustada a la ley vigente, contiene subjetividades y contradicciones que abaratan el coste de la iniciativa golpista. La deprecia el hecho de que los condenados se coman el turrón en casa, ya que el tribunal rechazó la petición de la Fiscalía para que no puedan beneficiarse del tercer grado hasta cumplir la mitad de las penas y dado que la Generalitat subversiva administra las competencias en materia penitenciaria, única comunidad que las tiene transferidas. No, la sentencia no ha bloqueado ni ablandado el ánimo soberanista. Dicen que volverán a reincidir y hasta ahora han cumplido sus amenazas. Sólo ellos las cumplen. El Gobierno está a otra cosa y el 10-N ahí mismo.

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