Análisis

ángel núñez

Fiscal

La democracia en el banquillo

Todo apunta a que el desenlace de la tragicomedia de las elecciones presidenciales de Estados Unidos tendrá un acto final que se desarrollará ante los tribunales. Si sólo fuera eso, nada habría que objetar, faltaría más. Aunque una cosa sea aquello de fiat Iustitia pereat mundus (hágase Justicia, aunque perezca el mundo), lema de Fernando I de Habsburgo, aquel hijo de Juana de Castilla y Felipe el Hermoso, y otra muy distinta que -como ha apuntado Nicholas Kristof, periodista dos veces ganador del premio Pulitzer- sea el hasta ahora presidente quien sabotee su propio país abonando temerariamente la desconfianza en el sistema, cosa que suena más a "sálveme yo, aunque perezca el mundo". El caso es que, con muchas probabilidades, serán los nueve jueces de la Corte Suprema de Justicia quienes tengan la última palabra.

A los miembros de dicho tribunal, el más alto de la nación e intérprete máximo de la Constitución, los designa el presidente de los Estados Unidos, aunque los elegidos hayan de recibir la confirmación, por mayoría simple, del Senado. El nombramiento es vitalicio y sólo el Congreso mediante un proceso de impeachment puede destituirlos, cosa que jamás ha sucedido. Trump ha nombrado a tres magistrados de dicha corte, todos muy conservadores y mucho conservadores, que diría aquel: Neil Gorsuch, de 49 años, en 2016; Brett Kavanaugh, de 53 años, en 2018; y Amy Coney Barrett, de 49 años, esta a escasos días de las elecciones. Curiosamente, en 2016 el Senado se negó a tramitar un nombramiento por parte de Obama alegando que era año electoral y faltaban diez meses para las elecciones.

Así las cosas, me preguntaba Fernando Santiago si cabría la posibilidad de recusación de tales magistrados a la hora de resolver, a lo que le contesté que le respondería con un artículo. Éste que ahora leen. En Estados Unidos, como en cualquier Estado de derecho, la imparcialidad es presupuesto de un juicio justo. De ahí que los jueces tengan el deber de abstenerse y, de no hacerlo, exista la posibilidad de recusarlos en los casos en que la imparcialidad no esté garantizada. También respecto de la Corte Suprema de Justicia. Diversas normas de ámbito federal establecen las causas de abstención y recusación. Sin embargo, no existe ninguna disposición que regule el procedimiento de recusación de los jueces de la Corte Suprema. La práctica es que es el propio juez recusado quien decide sobre la solicitud, lo que no parece satisfacer altos estándares de imparcialidad. Por otra parte, la jurisprudencia no permite concebir grandes esperanzas. Hay precedentes desde el caso Marbury v. Madison de 1803. Pero veamos un par de ejemplos más recientes. En 2004 se resolvió el caso en Cheney v. U.S. District Court. Se cuestionó allí si la amistad del juez Scalia con el vicepresidente Cheney lo descalificaba para decidir. Sin negarla, Scalia argumentó que el factor amistad no era decisivo y que el caso incumbía más al cargo de vicepresidente que a la propia persona de Cheney. En 2012, en el caso de NFIB v. Sebelius, mejor conocido como el caso del Obamacare, se cuestionó la intervención de dos magistrados porque la esposa de uno de ellos era una destacada activista contra la legislación en cuestión y la otra magistrada había participado en el proceso legislativo, justo antes de formar parte del Tribunal Supremo. No hubo abstención ni recusación de ninguno de los dos. De manera que parece que serán los nueve jueces de la Corte Suprema, los tres de Trump incluidos, quienes tomen la decisión. Es de esperar, que antepongan la justicia a sus afectos o inclinaciones ideológicas. No nos queda otra.

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