Pesadilla en la cocina cala más que una serie de ficción, con Alberto Chicote en el papel de don Quijote aunque su estampa sea de Sancho, y sus aventuras por las posadas cochambrosas. El caballero se enfrenta a personajes reconocibles y a la vez sorprendentes por ser unos guarros iracundos, unos incompentes vocacionales o unos explotados en sus últimas desdichas (como aquel pobre que hacía de todo, desde cocinar a servir las mesas y comprar en el supermercado mientras el dueño desanimaba a la clientela con su guitarra). Con una temporada interesante, Pesadilla es de lo más sabroso que ha habido en el desangelado prime time que roza el año 2020. Un desconcertante momento para la televisión española en abierto y que salva, entre otros pocos, la profesionalidad de este chef especialista en lidiar con los más torpes.

En la entrega de anoche hacía parada en un restaurante italiano por la costa levantina donde la familia San Filippo se enfrentaba al desastre absoluto por el empecinamiento del hijo mayor, ante unos padres que bajaron los brazos por pura desmotivación, cambiando las pizzas por platos pretenciosos. Ese hijo mayor, un adolescente crecidito que iba de sobrado, se creía imprescindible cuando era precisamente su actitud la que había conducido a la ruina final a toda su parentela (y, de nuevo, pobre hermana estudiante atada al restaurante).

Una vez más en la vida el mocoso que se cree que lo sabe todo se daba de bruces ante la realidad de no saber realmente nada. Chicote hizo bien con no arrearle un hostión, porque el altanero chaval lo estaba rogando con su cara de soberbia. El propio cocinero podría haber dado su testimonio de su carrera en la televisión para corroborar que sólo la experiencia y el esfuerzo son las cualidades imprescindibles para que el éxito te encuentre algún día. Llegó a Pesadilla pasados los 40, sabiendo de qué va el mundo, y además de intentar enmendar a restaurantes malos igual te hace de Jordi Évole como de Ramontxu en las campanadas.

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