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Los retos fundamentales para la política económica andaluza siguen siendo los mismos desde hace 40 años: crear empleo y abandonar el furgón de cola del ranking autonómico en PIB por habitante. El problema es que los caminos para alcanzarlos no discurren solo por Andalucía, sino también por otros dominios, especialmente por tierras de Madrid y Cataluña. En realidad siempre ha sido así. Buena parte de los intereses de los andaluces se han decidido tradicionalmente en Madrid y desde el inicio del Estado de las Autonomías bajo la presión de las exigencias catalanas, pero la relevancia de la coyuntura actual se debe a que, de prosperar el concierto fiscal con Cataluña, se habrá vuelto a dar un paso importante en la dirección que nos perjudica.
Dicen los firmantes del pacto que todas las autonomías se beneficiarán porque terminarán recibiendo más dinero, pero esto es una falacia insostenible porque la transferencia de rentas desde los territorios más prósperos a los más desfavorecidos, es decir, la solidaridad interterritorial, supone un aumento de la renta en los segundos, pero no del empleo ni del PIB, que incluso pueden verse perjudicados a medio plazo, mientras que se mantienen en los primeros.
La solidaridad está muy bien, pero ha de ser temporal y venir acompañada de políticas correctoras de los desequilibrios regionales en productividad, que es el determinante fundamental de las diferencias competitivas. De no ser así, se desarrolla un sistema perverso que permite mayores incentivos a la inversión en las regiones más prósperas, por la mayor productividad, mientras que en las más atrasadas se desarrolla un sistema de bienestar dependiente de los fondos de solidaridad, es decir, insostenible con los recursos generados por su economía. Es lo que ha ocurrido en España durante las últimas cuatro décadas y lo que con toda probabilidad se acentuaría con el concierto catalán.
El atraso económico secular de Andalucía se explica por el levantamiento de un sistema de bienestar que ha de ser sistemáticamente cerrado a base de subsidios y transferencias recibidas del exterior, sin que estos recursos se hayan sabido aprovechar para ampliar suficientemente el tamaño de su economía. En otras palabras, el sistema de bienestar lleva décadas creciendo más intensamente que su economía, acrecentando su dependencia de la solidaridad. El problema es que la acomodación a un sistema que permite satisfacer nuestras necesidades sin esforzarnos en mejorar la productividad y el empleo, nos condena a permanecer en el furgón de cola del desarrollo regional.
La experiencia irlandesa sugiere que la apuesta de la Junta de Andalucía por la vía de los incentivos fiscales hacia la competitividad podría ser una opción válida, si no fuese por el obstáculo insalvable de los conciertos vasco y navarro y la capitalidad en Madrid, frente a cuyas ventajas fiscales Andalucía tiene dificultades para competir.
El concierto catalán vendría a profundizar en el desatino y a corroborar la principal evidencia del fracaso del Estado de las Autonomías: su incapacidad, no solo para corregir, sino incluso para suavizar el perfil de los desequilibrios regionales.
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