Vivimos en la sociedad del reciclaje. La naturaleza nos necesita para sobrevivir, eso dicen. Pero... ¿y nuestra naturaleza, esa que necesitamos conservar? Con nuestra naturaleza no solo se nace, sino que también se hace. Se doma, se pule, se educa y se transforma. Nacemos, crecemos y nos reproducimos; que no es un anuncio de cucarachas, aunque a veces nos hacen sentir como tales.

Ahora la moda es reciclarse. Reinventarse, es decir, ser aquello que uno no tenía previsto o jamás hubiera pensado estar preparado para ser. Seres humanos como botellas de vidrio que se convierten por virtud de un proceso en el cristal de una ventana. De contener un vino cargado de solera pasamos a ser amoniaco untado en un trapo sucio o vertidos en la taza de un water. Nos obligan a transformarnos de Vega Sicilia a Cristasol. Todo está planificado para que degeneremos, de preservativos a bolsas de basura, de bolsas de basura a compact disc revival de viejos éxitos de Los Chunguitos... Si hace falta, hasta de Rosalía (¡Ay, "si me das a elegir") no sé dónde quedarme, dijo la botella de plástico.

Nos toman por objetos, se nos pide no sólo que reciclemos sino además que nos reciclemos. Reinventarse para sobrevivir. No valemos más que un destino en el maloliente contenedor de los políticos, la auténtica basura que, como en Sevilla y para aparentar, le dan más vueltas a los caminones de Lipasam que Queipo de Llano a los tanques llenos de moros. Qué pena, por ejemplo, de tantos licenciados: años tomando apuntes de Ingeniería para terminar escribiendo la comanda del Mc Donald's. Y rueguen a Dios que no sea en una hamburguesería, para salir como emprendedores de andaluces en el extranjero para Canal Sur. Ojalá acaben siquiera poniendo sobres de kétchup en Sevilla Este, que ya no sabe una si está más lejos que Estocolmo.

Emprendedores emprendiendo cualquier cosa, negocios inemprendibles. Tanta especialización para llegar a esto. Usted lleva años vendiendo pisos y ahora se ve emprendiendo abanicos de colores en venta on line sin saber casi encender un ordenador. Y aquél lleva planeando edificios como arquitecto 30 años y ahora le dicen que mute, que hay que ser relaciones públicas de un barquito por el Guadalquivir y aguantar a cuatro borrachos de ida y vuelta hasta la Esclusa.

Ahí estamos, como peces en el agua de los políticos. ¡Esos sí que saben reciclarse! De ministro a presidente de una compañía telefónica, de diputado a asesor cualificadamente remunerado de un relevante grupo financiero. Y aún se permiten algunos decir que el que quiera trabajar encuentra trabajo. Sí, claro: usted emprende un vía crucis por las oficinas de contratación de mil empresas y termina con un contrato por tres meses de verano poniendo mojitos en las arenas de Chipiona, mientras su título, su cum laude, su esfuerzo, el dinero de sus padres en educación y aquella vecina envidiosa que siempre dijo que "no llegarías a ser nadie", le observan como si usted fuera una navaja multiusos, esas que al final no sirven realmente para nada, pero están dispuestas a hacer de todo. Mal, pero todo.

España es un país que se degrada por momentos, un país del que se fugan los cerebros mientras importamos la falsa solidaridad de la inmigración. Una España que mientras levanta y construye chiringuitos subvencionados, derrumba las vigas maestras de nuestra Historia. ¡Qué mayor reciclaje que meter lo que fuimos en una caracola! ¡Qué mayor engaño que la falsa ilusión de que en ella suena nada menos que el mar!

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