Análisis

Joaquín Aurioles

Política económica regional

Hubo un tiempo en que la política económica regional importaba a los gobiernos nacionales. En la Facultad de Económicas de Málaga llegó a existir una especialidad de Economía Regional en la que se estudiaba como deciden las empresas su localización y porqué tienden a coincidir en unas zonas y a excluir a otras, el crecimiento desigual, la función económica de las ciudades y la política económica regional.

El objetivo de esta última era precisamente combatir la concentración de los impulsos al crecimiento y favorecer su dispersión por todas las regiones. Era el final de los setenta del pasado siglo y mucho han cambiado las cosas desde entonces, pero la clave del asunto sigue siendo encontrar como incentivar al capital productivo a localizarse en los territorios más desfavorecidos. La primera condición de acogida era una adecuada provisión de infraestructuras, equipamientos y recursos humanos y tecnológicos, que son responsabilidades básicas de las administraciones públicas. También la de diseñar los incentivos fiscales y financieros que debían permitir compensar las desventajas competitivas en las regiones atrasadas.

Los años posteriores al final de la dictadura y primeros del estado de las autonomías fueron especialmente prolíficos en este tipo de políticas, pero se fueron desinflando con el tiempo y con la entrada de España en la Comunidad Europea. En Europa se entendió que para algunas economías con deficiencias de productividad sería muy difícil sobrevivir en un mercado sin restricciones a la competencia, lo que llevó a poner en marcha la poderosa maquinaria de la política regional europea. El resultado fue la convergencia real entre países, pero también una sorprendente incapacidad para reducir los desequilibrios regionales internos en los países beneficiarios de esa política.

Lo que estaba ocurriendo es que los gobiernos aprovechaban las cuantiosas ayudas para combatir la desigualdad dentro de Europa, pero se olvidaban de utilizarlas con el mismo criterio dentro de sus fronteras. La política regional propiamente dicha, la que debía perseguir la corrección de las desigualdades entre regiones, se hizo cada vez más irrelevante y, en el caso de España, terminó difuminándose entre los sórdidos criterios de reparto de la financiación de las autonomías, donde el desempleo y el bienestar relativo son cada vez más insignificantes.

Las ayudas europeas a la recuperación (Next Generation) y la (supuesta) proximidad de un nuevo modelo de financiación autonómica ofrecen una magnífica oportunidad para recuperar el objetivo clásico de la política regional. El carácter progresista de las políticas que luchan contra la desigualdad territorial, así lo da a entender, pero no seamos ingenuos. En el actual clima de relaciones entre estado y comunidades autónomas, difícilmente encaja un objetivo ambicioso de equilibrio territorial. Si nos remitimos a la contundencia con que las regiones más prósperas imponen sus prioridades en las negociaciones con el Gobierno, más bien habría que darse por satisfecho si las grandes decisiones económicas con incidencia territorial no contribuyen a ampliar el actual estado de los desequilibrios regionales.

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