Bryan Ferry ha estado varios días suelto en la ciudad, listo para ser abordado, si no fuera porque ante su garbosa y galana figura lo estructural es hacerse un Raj Koothrappali (personaje de The Big Bang Theory que sufre de mutismo patológico ante las mujeres). Puede que lo hayan visto por ahí. Ferry recorre Córdoba en una berlina de lujo oscura con chófer de traje caro, baja levemente la ventanilla tintada, asoma a cámara lenta y pregunta al perplejo peatón por un afamado restaurante. No le suenan las tripas, advierto. Otro día se baja del carro, que tiene unas puertas más grandes que las de mi garaje, y hace cola para entrar en el Alcázar. Sonríe. No se pierde una. Camisa blanca, ojos azules, pelo suelto. Baja la ventanilla y pregunta por otro premiado local en el que demostrar sus modales con el cuchillo y el tenedor. Gentil, impecable, sibarita… sabe que por muy Adán que sea, no encontrará una Eva como esta Córdoba.

Yo, mientras, le veo de lejos como en una película, y me suena por dentro Roxy Music sin haber pagado la cuota del Spotify. En esta nebulosa digital que en días de anestesia sin rosas nos ciega como a pollos descabezados, en este abismo, la moda de la posverdad me arrastra a cuestionar todo lo cuestionable. Y me pregunto... ¿Azul y negro se matan? ¿Es fiable el carbono 14? Quién sabe. En honor a Ferry me uniré gustoso al dudoso desfile de revisionismos que trompetea sin pudor ni respeto en las avenidas de nombres por descambiar: nunca abolieron la esclavitud. Llega la berlina de gran lujo con el chófer de impecable traje a la Axerquía. Entra silenciosa, como un tanque de cartón. Baja de ella ese espigado, envarado y fascinante señor con aspecto de dandi que se aparece por la Judería. El mismo que tan puntual como refinado luce en el escenario de la Axerquía para redimirnos del de la insipidez. Y va cantando mientras a los históricos se les cae la baba como salvavidas por la borda de la cincuentena. Empieza a sonar Slave to Love y casi puedo tocar a Kim Basinger. Es en ese momento cuando encuentro los argumentos para gritar que nadie abolió la esclavitud. Somos esclavos de nuestro tacto, de nuestro olfato, de nuestros oídos y del vino que bebimos. Abolieron el buen gusto, es verdad, pero viendo a Ferry en ese cimbrearse cogido al micro, entiendo que nadie podrá segar la esclavitud hacia la sofisticación en las formas, la añoranza del hueco adecuado o la memoria de canciones que ningún viento pudo llevarse.

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