Nada se puede decir de los que se quitan la vida como consecuencia de esta gran crisis que limita los aforos, que ha hecho que la primavera de abundancia pase de largo sin pena ni gloria o que provoca tanto miedo en la gente que aún no se atreve con la primera cerveza. Nada o más bien poco, porque así lo dicta el código deontológico de esta profesión. Pero convendrán los lectores en que la hostigada hostelería es de los sectores más sufridos, ya no de esta, sino de cualquier temporada en nuestro país. Pobre de aquel que se atreve a montar un bar, sea de la naturaleza que sea. Porque tendrá que batallar con ordenanzas anuales que se cambian de cuando en cuando, a antojo de los que mandan. Veladores, ahora sí. Veladores, ahora no. Concesión, ahora sí. Concesión, ahora no. Espacios que dividen a fumadores de no fumadores. Aceites en botellas de cristal. Mamparas de PVC. Cartas digitales. Inspecciones sospechosas. Precintados abusivos. Y todo ello sufragado desde sus abundantes e inacables bolsillos. Sin paliativos ni rentas mínimas.

El hostelero se readapta a base de golpes, de recurrentes embestidas burocráticas que no ayudan a nadie y que parecen el capricho de un niñato malcriado. Sobreviven como pueden a una ley que no encuentra el concenso y que sobre todo carga contra los que a ellos les da la gana. Salvando a los amigos y hundiendo a los conocidos. Porque invitar todos los días a café a quien hace la vista gorda no sé cuánto tiene de influencia, pero se ve que algo. Si no que le pregunten a los bares sevillanos de la orilla del río. Unos sí y otros no, al azar. Como quien juega a una ruleta rusa que se sabe trucada. Aunque no es nada nuevo. Ocurre en todas las profesiones. Tanto que ya nadie le presta atención.

El hostelero está hecho de otra pasta. Una mejor. Porque se mete en la batalla sabiendo que la perderá, gozando de la fama de nuevo rico sin serlo, creando en los demás esa especie de sentimiento de triunfador al que se le pasan por alto los vaivenes de la estacionalidad. Las varices de las piernas, la pelea con los proveedores y la desprotección ante crisis tan indignas como esta, en la que absolutamente ningún miembro del gobierno local, autómico o nacional se ha pronunciado para echarles un cable.

Es un verdadero milagro que, como en aquella obra de García Márquez, esto no sea una sucesión de muertes anunciadas, que sirvan como detonante para cambiar la visión de un sector que se hunde sin remedio y no precisamente a causa de ese bichejo llamado coronavirus.

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