La imagen publicitaria original de los cacahuetes con chocolate que discurrían por los quioscos entre los 60 y los 70 estaba vinculada a un tópico celebrado en las sesiones infantiles del cine, las novelas y el cómic clásico (y el tebeo, con Eustaquio Morcillón y Babalí): los safaris. Con los cazadores y esos porteadores mudos que solían acabar en las fauces de cocodrilos y leones. O aborígenes de aluvión, "guanaminos", con fama de caníbales a los que había que controlar. El muñeco de los conguitos y su cantinela tuvo tanto éxito que terminó por agotar a la compañía del producto, que no podía atender a la demanda que generaba su publicidad. Sus dos cacacahuetes superpuestos eran la caricatura típica de un indígena. Como sucedía con el Cola-Cao, no había mejor reclamo del chocolate que apelar a los negritos del África Tropical, aunque desde hace al menos 30 años se venía cuestionando esta publicidad.

Cuando los conguitos (mañicos) aparecieron en 1961 entre las chucherías del ultramarinos de la barriada el Congo Belga estaba recién independizado y a nivel popular se mantenía el supremacismo paternal que latía en las películas de Tarzán y sus compadres selváticos. En sus bolsitas, que en principio parecían un botín traído de alguna colonia, los conguitos forman parte del paisaje infantil de varias generaciones. Ya a mediados de los 80, cuando Lacasa adquiere la marca, las bolitas pasaron a ser representadas con figuras de la música (Stevie Wonder, Tina Turner) lo que no viene a mejorar el panorama a ojos de hoy pero que supuso un acierto publicitario en su momento y modernizó la imagen de la golosina.

Sin demasiados sobresaltos, en un estante más de las tiendas de chuches, los conguitos, con su logo impreso en la cobertura de la legumbre, han permanecido en la vida cotidiana. Cuando alguien luce un buen bronceado le dicen "conguito". No somos un país racista, pero tal vez la mascota debería pasar a la historia. El nombre ya es común, simpático, potente. Nunca debería saltar al lado peyorativo.

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