Cultura

El tren del infierno

Harto de tener que buscar la palanca para usarla, el maquinista decidió mantenerla asida, tanto que acabó quedándose con ella en la mano, y el tren comenzó a acelerar desbocado fuera de control, sin que ya nadie pudiera detenerlo. Sin duda la mejor versión de tal argumento es la protagonizada por el ínclito Scott Henderson, en el papel de maquinista loco, secundado por el impagable batería Alan Hertz y el hierático bajista John Humphrey, al que el señor no llamó por el camino del baile.

La trama comenzaba amablemente a veces, con tonos misteriosos otras, ciertos inicios casi en clave de comedia, intrigante siempre por no saberse sus próximos pasos, hasta que la velocidad, el vértigo, el volumen, la distorsión y las ocurrencias extravagantes de Henderson acababan siempre por lanzar al tren colina abajo ante la mirada atónita de un público desbordado por decibelios, técnica e improvisación.

Scott resume en sus conciertos toda la sabiduría e intuición del jazz y el blues más moderno y atrevido, descarado. Carece de prejuicios, de miedos, de pudores. Lo mismo indigna a los puristas que conmueve a los guitarristas en ciernes, lo mismo tira de esencias que acumula fusiones en un espectáculo capaz de dejar boquiabierto tanto al público entendido como al profano. Su capacidad para transmitir complejas sensaciones, ricas y expresivas, se codea altanera con una mezcla enriquecida por sedimentos de rock, funck, jazz, blues, country… Pero nada de elegancias, nada de protocolos. Es rotundo, se enfurece, se agita poseído, y pasa de unas escalas a otras con tanta habilidad como violencia.

Y para afrontar tal guión, Henderson deja arrimarse con libertad y fiereza al batería, tribal y primitivo, de pegada precisa y embaucadora, sin alucinaciones de tamborilero, y al bajista espigado y cimbreante, capaz de exponer una base tan sensual como altanera y sólida. Mientras tanto Scott a su bola con la cantinela, con ese uso gratificante de las escalas, internado por entre selvas de acordes menores, en una improvisación desmedida que iba colocando fraseos bluseros sobre complejas armonías, complacido de poder ver la cara del público ya que dio instrucciones de que la luz de la sala permaneciera encendida, algo usual en él. "¡Que nos veamos las caras!", y volvía a meter la suya casi en el mástil para escudriñar su lado más oscuro.

¿Cómo era el argumento? Ah, ya recuerdo: Harto de tener que buscar la palanca para usarla, el guitarrista decidió mantenerla asida, tanto que acabó quedándose con ella en la mano, y el concierto comenzó a acelerar desbocado fuera de control, sin que ya nadie pudiera detenerlo.

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