Crítica de Música

Algo que sirva como luz

El trío, el pasado viernes.

El trío, el pasado viernes. / josé martínez

Se alinearon Ponty, Eastwood y Lagrène de derecha a izquierda, se miraron un instante, y algo parecía enviar una señal nada mas comenzar a sonar Blue Train, de Coltrane, gritando insolente que iba a haber mucho más que estrellas en lo que estaba por suceder. Nada de baterías ni saxos, solo jazz para cuerda. Te hundes en la butaca del Gran Teatro y asistes a un pase en el que los verdaderos misterios del universo están sobre el escenario y no en el Canal Historia. Uno de ellos, insondable y adictivo, es la manera en que el violinista Ponty mantiene engrasadas sus articulaciones (y su figura). Otro es cómo el hijo de Clint Eastwood es un magnífico contrabajista de jazz en vez de estar viviendo del cuento por esos bulevares estrellados del Señor. El tercero son los ancestros gitanos que hierven en la sangre del guitarrista Lagrène y que palpitan tiñéndolo todo de implacable duende jazzístico. Y rematando, en cuerpo santísimo de trío, Ponty-Lagrène-Eastwood, un suculento festín de lírica cordística que nos fascinó en la noche del viernes en el Festival de la Guitarra.

Mira que va a resultar que si Ritenour se nos antojó días atrás esbelto y exquisito, la imprescindible comparación obliga a pensar ahora que tal vez su trilería mayor nos hizo venir arriba. Porque, frente a estos tres elementos, lo otro fue un paseo en bus escolar. ¡Ay!, qué malos son estos músicos que desde su azotea constantemente nos confunden y aturden con sus emocionantes y competitivas esencias. Pero… son tan hábiles. Es tan complejo este arte sonoro del jazz que constantemente se necesita algo que sirva como luz para desentrañar su verdad y distinguir entre lo que parece y lo que es. ¡Y deslumbrarse es tan placentero y fácil!

Y esta vez hubo mucha luz. El violín de Ponty alumbró en su concierto el puente entre la modernidad y la tradición. Dejar huella en el jazz con el violín solo puede hacerse de la manera que vimos y oímos, yendo de lo clásico al jazz mas atrevido, a través del buen gusto y las gamberradas, con un itinerario de improvisación superlativo. Su estado físico tras años de cimbreo con el sufrido violín es tan elogiable como el resultado de lo que toca y de cómo lo toca. Y al otro lado, mientras, Lagrène oscilando una y otra vez, alimentando sus raíces ávidamente con connotaciones gitanas, mientras Eastwood construía con certero tino el ritmo y la armonía por el que caminarían juntos, los tres con cierto comicismo, como un sindicato regocijado en el ritmo, como un único forjador de señales.

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