Cultura

La posguerra en pijama

De la misma forma que La lengua de las mariposas tomaba prestados varios relatos de Manuel Rivas para hilar una historia moral de vencidos, otra más, en la inmediata posguerra civil española, pozo sin fondo para nuestro cine patrio, Los girasoles ciegos nace de un par de excelentes cuentos de Alberto Méndez (1941-2004), escritor alejado de los focos y el meollo literario que obtuvo reconocimiento casi de manera póstuma con sendos premios importantes -el de la Crítica y el Nacional de Literatura en 2005- por esta espléndida colección de relatos agrupados en un libro del mismo nombre.

Fiel, por tanto, a esa tradición de calidad de cierto cine español amparada en el prestigio popular de la Literatura y de la Historia, José Luis Cuerda, que cambió hace ya tiempo el peculiar y surreal sentido del humor ibérico de sus primeras cintas (El bosque animado, Amanece que no es poco) por una aséptica, polvorienta y académica pulcritud narrativa a partir de materiales nobles (véase la culminación de este proceso en la desgraciada y cursi La educación de las hadas), se pliega a los materiales y personajes ensamblados por el bueno de Rafael Azcona para regresar a ese terreno tal estéril en el que la rigidez de la puesta en escena choca siempre de bruces con el poder evocador de la palabra escrita y en el que los movimientos y las emociones, la Historia de España también, circulan como fantasmas entre escenarios de cartón piedra tan inertes como las criaturas que los habitan.

Sin necesidad de ponernos a comparar minuciosamente con el original, que pueden disfrutar en su edición de Anagrama, ahora con Maribel Verdú y Javier Cámara en la portada, antes con una preciosa foto en blanco y negro de los años 40, la película de Cuerda aplasta y aplana la sutileza de las páginas de Méndez en un teatrillo de posguerra lastrado por una molesta sensación a déjà vu que se trasluce en cada decorado, en cada traje, en cada pijama, en cada frase subrayada hasta la obviedad, en cada rincón por el que transitan unos personajes a los que les falta siempre esa verdad y ese desgarro interno que se les supone en cada gesto, en cada mirada, en cada palabra.

La literalidad juega aquí una mala pasada a Cuerda y a Azcona, incapaces, visto lo visto, de moldear el texto más allá de una serie de lugares comunes tan caros a cierto cine español empeñado en saldar cuentas con el pasado por la vía rápida del maniqueísmo de vencedores y vencidos y una poco medida tendencia al melodrama. No todo es culpa suya. Ni la esforzada Verdú, siempre en un mismo registro plañidero, ni el patetismo impostado de Javier Cámara, ni lo explícito del trabajo de Raúl Arévalo, sobre cuyas espaldas recae el peso de un personaje complejo y fascinante convertido casi en una caricatura, consiguen añadir algo nuevo y bueno a los cuentos originales. Por no hablar de esos niños a los que Cuerda se empeña en convertir en autómatas frente a una cámara. Y hay quien a todo esto lo llama corrección.

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