artes escénicas

Algo tan inútil como el teatro

  • Memoria del dramaturgo Eugène Ionesco, cuya obra 'La cantante calva' pasará los próximos días 27 y 28 por las tablas del Gran Teatro

El dramaturgo Eugène Ionesco (Slatina, Rumanía, 1909 - París, 1994).

El dramaturgo Eugène Ionesco (Slatina, Rumanía, 1909 - París, 1994). / el día

Afirmó en cierta ocasión Eugène Ionesco: "Si es absolutamente necesario que el arte o el teatro sirvan para algo, será para enseñar a la gente que hay actividades que no sirven para nada y que es indispensable que las haya". Y cabría reflexionar sobre estas palabras a la luz del siguiente aforismo de Emile Cioran, nacido en Rumanía, acogido en París y autor en lengua francesa, al igual que el propio Ionesco: "Sólo una meta: ser más inútil que la música". Desde que estrenara su primera la obra, La cantante calva, en 1950, a Ionesco, venido al mundo el 26 de noviembre de 1909 en Slatina y fallecido el 28 de marzo de 1994 en París, se le reconoce el mérito de haber inventado el teatro del absurdo. Pero seguramente no hubo empeño menos absurdo que el suyo; en el París inmediatamente posterior a la liberación, con un paisaje intelectual atravesado de cabo a rabo por la convicción de que la literatura y la creación artística debían ponerse al servicio de la transformación social y política, Ionesco reivindicaba lo esencial: la inutilidad del teatro. Y en esta característica, su grandeza. Mientras la crítica que empezaba a asomar la nariz rescatando banderas como la del surrealismo y el existencialismo se empeñaba en descifrar qué diablos quería decir Ionesco con aquella "gran comedia que es en sí misma una gran tragedia", en palabras del autor; y mientras ciertos filósofos analíticos se inclinaban a considerar la pieza una "tragedia del lenguaje", Ionesco emprendía su particular lucha para dejar claro que había escrito una obra que no quería decir nada porque el teatro no tiene que servir a nada ni a nadie. Esta lucha, en gran medida, resultó inútil. Ionesco vio para siempre asociado su nombre al teatro del absurdo por culpa de una obra que, por primera vez en su siglo, liberaba al teatro de su mediación instrumental; en aquel presunto desmadre, la escena dejaba de ser un medio para volver a ser lo que fue en su origen: un fin. Ahora, el público cordobés tendrá la oportunidad de extraer sus propias conclusiones con el montaje de La cantante calva que pasará los próximos días 27 y 28 por el escenario del Gran Teatro, una producción de Pentación, Lázaro y el Teatro Español dirigida por Natalia Menéndez (responsable también de la versión) y protagonizada por Adriana Ozores, Fernando Tejero, Joaquín Climent, Carmen Ruiz, Javier Pereira y Helena Lanza.

Por si sus advertencias no habían quedado claras, Ionesco estrenó en 1951 una de sus obras más provocadoras, La lección, donde vinculaba el afán por significar, transmitir y adoctrinar al autoritarismo que había contado sus víctimas por millones en las décadas anteriores. Pero la crítica, entregada a su misión de poner etiquetas, insistió en lo del teatro del absurdo relegando a un discretísimo plano la verdadera revelación que había procurado Ionesco: todo sistema de interpretación se traduce en un poder político que puede llegar a ser criminal. De ahí que prefiriera consignar para el teatro la muy humana aspiración de inutilidad. Para colmo, cuando Samuel Beckett estrenó Esperando a Godot en 1953 también en París, ambos pasaron a ser considerados padres del teatro del absurdo, dudoso honor que han compartido hasta el presente. Contaba Fernando Arrabal (metido también en el mismo saco a cuenta de Picnic, estrenada en 1952) esta anécdota al respecto: un día, a finales de la década de los 50, se encontraba Arrabal en la casa de Beckett en París cuando llegó el cartero con un paquete. Se trataba de un libro sobre el teatro del absurdo escrito por un influyente crítico de la época que dedicaba pormenorizados análisis a la obra de Beckett, Ionesco y el propio Arrabal. Apenas hojeadas las primeras páginas, el autor irlandés tiró el libro a la basura. "Ya ves, Fernando, parece que han encontrado un contenedor en el que meternos", dijo el futuro Premio Nobel a Arrabal. Ninguno de aquellos tres autores se sintió precisamente a gusto con la etiqueta de marras. Y convendría apuntar, de vuelta a Ionesco, que las premisas con las que alumbró La cantante calva resultan altamente oportunas en este siglo XXI de postverdades, noticias falsas, redes sociales ruidosas y construcciones delirantes de la realidad. Nada podría quedar más lejos de lo absurdo ni llegar tan cargado de razones.

Cuando Ionesco asistió en 1959 (el mismo año en que publicó Rinoceronte, otra de sus obras mayores) al estreno en París de Tres sombreros de copa de Miguel Mihura, se levantó entusiasmado de su butaca y arrancó a aplaudir nada más terminar su función. Había encontrado en aquella obra escrita mucho antes que La cantante calva (en 1932) la perfecta ejecución lúdica de la inutilidad, como si Alfred Jarry hubiese vuelto de entre los muertos. Hoy, Ionesco, Beckett y Cioran descansan en el cementerio parisino de Montparnasse, donde una gran cruz sella la tumba del autor de La lección. Gracias a ellos, un arte más inútil nos espera aún en cualquier parte.

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