El cine como refugio
Vértice eleva el nivel de la edición de cine clásico en España con 'Los amantes de la noche' y 'La casa en la sombra' de Ray
Menos conocida que Johnny Guitar, aunque la segunda parte del filme sea un auténtico primer borrador de la historia que dos años después protagonizarían Vienna y Johnny Logan, La casa en la sombra (1952) es una de las películas más apasionantes de Nicholas Ray, un virtuoso ejemplo de economía expresiva que es también compendio de cómo uno de los más importantes cineastas norteamericanos de posguerra trascendía los géneros clásicos mediante la búsqueda de puntos de fuga líricos en su entramado compacto y claustrofóbico. Y hablamos tan pomposamente de hendiduras líricas por una falla nuestra, porque, claro, no sabemos cómo traducir con palabras lo que ocurre cuando Ray se salta la escala de planos y nos abalanza, de repente, un rostro de ojos vidriosos o se sube al cielo para empequeñecer de golpe, aún más, a sus frágiles criaturas de ficción.
Como el Mark Dixon de Al borde del peligro (Otto Preminger, 1950), el policía Jim Wilson es un hombre violento al que se le va la mano con sospechosos y detenidos. Es algo que puede pasar, nos dice el filme, en la jungla urbana, más si se está solo y no hay nadie al lado con el que compartir la carga de una profesión que casi todo el mundo tiende a odiar. Más todavía, evidentemente, si, como Wilson -y aquellos otros protagonistas de Ray que, por momentos, creen poder alcanzar la categoría de superhombres y superar el miedo y la inseguridad del día a día siendo biggers than life- no sólo encuentra repulsión en el acto violento, sino también un goce al que pretende dar coartada legal y social traduciendo sus efectos como logros policiales para el bien de la colectividad. Pero es algo, el dominio de la pulsión, que también se desata en los parajes nevados de un pueblo montañoso bastante al norte de Nueva York, adonde va a parar Wilson una vez que su superior decida encargarle un caso que trae adosado un necesario cambio de aires. Allí, sin embargo, habrá más cosas además del dibujo de inefables sonrisas en su semblante ante la idea de otro baile violento con lo real, pues a Wilson le aguarda en su nuevo caso algo tan cinematográfico como un espejo: le tocará ser espectador de la pulsión de otro, la sed de venganza de un padre que sólo entiende de la justicia de su escopeta y persigue sin descanso el trazo que va dejando el asesino de su hija adolescente; también darse de bruces con un alma gemela, una mujer a la que la vida sacrificada no ha hecho perder, en cambio, ni un ápice de humanidad.
Es muy posible que todo lo que sacude internamente la segunda parte de La casa en la sombra, la relación que nace y crece entre el policía violento y la mujer ciega que vive en la casa solitaria, le susurre sobre todo al corazón del cinéfilo y que sea difícil de admirar para alguien que visite el cine sólo por sus historias verosímiles. Se trata del encuentro de los outsiders de Nicholas Ray, que, además, son Robert Ryan e Ida Lupino, dos actores lejos de los cánones de belleza de Hollywood, que se acarician la cara y se toman de las manos, juntos al fin en esa casa que -en metáfora cara a Godard, cineasta que admiró a Ray y, en cierta medida, ha seguido una carrera paralela y afín a la suya- es la del cine, cuando aún se podía regresar a ella. Dicen que el happy end que cierra La casa en la sombra fue una imposición, y que Ray quería acabar el filme con Jim Wilson lleno de dudas y en ruta, de nuevo, hacia la ciudad. Sea como fuere, al final regresó a la casa -que fue también la de Dreyer-, y abrió una puerta que ya era un cuadro de pura luz, suficiente para iluminar las cegueras físicas y las del alma.
Director Nicholas Ray. Con Robert Ryan, Ida Lupino, Ward Bond, Ed Begley, Cleo Moore, Sumner Williams, Charles Kemper. Vértice.
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