El árbol de la República trasplantado a tierra extraña

El republicanismo fue una cultura política que sobrevivió a las sacudidas sociales y se reinventó en el exilio · Ángel Duarte recupera la historia de sus ideales

Jaime García Bernal

08 de marzo 2009 - 05:00

La cultura política republicana ha sido un campo permanente de reflexión para los historiadores españoles. Hace treinta años la investigación se centraba en establecer la genealogía de su pensamiento y las condiciones del asilo político en los países receptores de la diáspora republicana. En los últimos años la atención de la investigación se ha dirigido al concepto de cultura política que expande la perspectiva de la historia de los movimientos sociales y los partidos políticos a un horizonte de utopía reformista más amplio, lo que coincide, significativamente, con el declive reciente de las otras utopías, las de corte revolucionario.

El republicanismo español se ajusta a esta nueva categoría de cultura política porque si por algo se le reconoce, aún hoy, es por un patrimonio de valores que pervivió después de ser extirpado de España en las pujantes comunidades de México, Argentina o Francia. La premisa del apasionante recorrido que propone Ángel Duarte en este libro nace de la extraordinaria capacidad de resistencia de estos principios de ciudadanía responsable y justicia social que nacieron a la media luz de las tertulias progresistas, sobrevivieron a censuras y persecuciones, y fecundaron un árbol de libertades a cuya sombra pudo acogerse un pueblo entero, superando el angosto horizonte de la España isabelina.

Cabe preguntarse cuánto debe este proyecto reformista a la realidad mezquina y empobrecedora que vivió España en los siglos XIX y XX. La respuesta la encuentra Duarte en el género histórico-biográfico, practicado por escritores republicanos como Castelar o Garrido que celebraron a los nuevos héroes laicos que habrían sido capaces de galvanizar un sentir popular aunque luego fracasaran en el intento de formar un movimiento político duradero. Una combinación de convicción en las ideas propias, sentido del momento histórico y progresiva pedagogía de masas hizo posible que estos ideales fraguados en la intimidad de las tertulias se hiciesen finalmente públicos y visibles, en los años treinta del pasado siglo, como emoción compartida que se expresaba en poemas, canciones, símbolos y rituales cívicos. Ni siquiera la experiencia del exilio acabó con esta nueva tradición que vivió, mientras lo hicieron sus protagonistas.

Del destino de este espíritu (fe, esperanza y filantropía) transplantado al solar bonaerense, mexicano o del Midi francés, da cuenta la segunda parte del ensayo que no pretende hacer una historia social del exilio, sino, como aclara el autor: "discernir acerca del equipaje ideológico que los expatriados llevaban a sus espaldas".

Es claro que las banderías internas, agravadas por el problema de la gestión de los recursos para socorrer a los exiliados, dificultaron las relaciones entre los partidos republicanos en los duros años iniciales. Pero la reagrupación de los principales dirigentes en México, a partir de 1943, permitió recomponer las tradiciones republicanas a través de la Junta Española de Liberación (JEL) y el programa de 1945 revela la esperanza que puso el gobierno de José Giral en que España se incorporase a la agenda de las naciones de Occidente.

El desacuerdo de las potencias vencedoras sobre el problema de España en el contexto de la política de bloques ensombreció estas expectativas. Emerge, en este ambiente de desorientación, la cuestión fundamental de cuál era el basamento del ideario republicano y qué precio podía pagarse de adscribirse a cualquiera de los dos sistemas enfrentados. El escepticismo de Benigno Artigas respecto a la creciente lógica de los mercados o la defensa de una "catarsis liberadora" que Victoria Kent postulaba para contrarrestar las nuevas políticas del miedo con claros tics totalitaristas (léase estalinismo o macartismo), son ejemplos de este estado de opinión que espiga, con acierto, el autor.

La lógica de los hechos en los países al este del telón de acero terminó por dar razón a los Fernando Valera, Juan López Marichal o Salvador de Madariaga que reivindicaron, en los cincuenta, la genuina vocación liberal española, evocando el espíritu de la revolución de septiembre de 1868, la gloriosa.

Esta labor de recapitulación del patrimonio cultural continuó en los años sesenta, redescubriendo el liberalismo de un Flórez Estrada o el hispanoamericanismo doceañista. En las páginas de La Nouvelle Espagne se amplía el panteón republicano incorporando los nombres de Miguel de Unamuno y Joaquín Costa. Era una manera de dar sentido a las vidas en el exilio y de aliviar la espera del regreso. Cuando este se produjo fue ya demasiado tarde. El sentimiento republicano se perdió con sus últimos apóstoles laicos, aunque su doctrina pudiese fecundar los nuevos cuerpos de oposición al franquismo.

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