Pata Teatro | Crítica

Lázaro de Tormes o la memoria compartida

Carlos Cuadros, Macarena Pérez Bravo y Josemi Rodríguez, en 'Lázaro de Tormes'.

Carlos Cuadros, Macarena Pérez Bravo y Josemi Rodríguez, en 'Lázaro de Tormes'. / Jorge Sarrión

Escrito en su tiempo como ejemplo en negativo de la educación más deseable desde los presupuestos humanistas, La vida de Lazarillo de Tormes, título fundacional de la novela picaresca, conserva su calidad de emblema representativo de la cultura española a tenor, principalmente, de la enorme empatía que su protagonista sigue despertando entre lectores y públicos de los siglos sucesivos. Es la de Lázaro una historia sencilla en sus formas, amable en sus alcances y honda en sus intenciones, lo que garantiza su presencia en un acervo popular literario donde el relato sigue siendo bien significativo. En la España contemporánea, ni el cine ni el teatro han sido inmunes en los últimos años a esta conexión, armada en virtud de una estructura de poderosa eficacia teatral con su reconocible sucesión de escenas. De manera natural, a partir del original anónimo (el autor debió preferir no meterse en líos en plena Contrarreforma tras adoptar ciertas posiciones presuntamente próximas al luteranismo, sí en todo caso al erasmismo) cada cual ha contado a través del Lazarillo lo que ha creído conveniente, subrayando unas cuestiones o matizando otras. Ahora, la compañía malagueña Pata Teatro ha decidido rescatar la obra para su ciclo de Clásicos en Verano con una propuesta que, rebautizada sin más como Lázaro de Tormes, emplea la escena como un escaparate para una cierta memoria compartida, un deambular de caminos, muertos de hambre y voluntad picaresca que brinda con determinación una identidad válida para el presente. Es de ahí, de la falta de un trozo de pan para llevarse a la boca, de donde procede lo que en gran medida somos. Los esplendores registrados en las efemérides fueron cosa de unos pocos.

Una escena de la obra de Pata Teatro. Una escena de la obra de Pata Teatro.

Una escena de la obra de Pata Teatro. / Jorge Sarrión

Frente a los abultados elencos que suelen comparecer en los Clásicos en Verano, Pata Teatro apuesta en esta ocasión por la médula esencial de la compañía, con Josemi Rodríguez, Macarena Pérez Bravo y Carlos Cuadros como únicos artífices. La propuesta asienta las reglas del teatro dentro del teatro y sale ganando en la medida en que el juego se resuelve en una adicción primaria: todo consiste en la narración de una historia para la que los narradores se convierten en actores, y es esta tercera persona, el oficio de hacerse pasar por otro, el que devuelve al público un teatro esencial, preclaro en su origen, puro en una dimensión, incluso, pedagógica. El planteamiento, eso sí, entraña un reto bien complejo por cuanto el montaje se construye desde la verdad más inmediata: ya en el primer minuto se presenta a los espectadores los mimbres y elementos, humanos y materiales, con los que se va a construir el espectáculo, sin un solo recurso externo (incluso la música y la iluminación se insertan en esta veracidad, no en la espectacularización), lo que Pata Teatro resuelve con maestría y oficio en parte porque justo esta praxis es la que mejor define a la compañía desde sus inicios. Con tres actores en estado de gracia (fantásticos Carlos Cuadros y Macarena Pérez Bravo en su difícil papeleta a la hora de encarnar a diversos personajes, en un alarde de técnica y concreción; tremendo Josemi Rodríguez en su composición de un Lázaro humano hasta el fondo, crecido en su vocación de antihéroe y su calidad de símbolo), Lázaro de Tormes se mete al respetable en el bolsillo sin un solo truco. El deleite, en su acepción más clásica, es aquí un festival que reconcilia al ciudadano con la escena.

El público, en consecuencia, responde en pie y satisfecho. Aquel espejo inverso del humanista ha encontrado en esta puesta en escena, honesta y tendida como un abrazo, un aliado inestimable. Si el teatro debe servir para que nos sintamos menos solos, el objetivo está aquí cumplido con creces. 

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