Cultura

Hermosos pilares, escasos cimientos

Aventuras/Fantasía, Nueva Zelanda/EE UU, 2012, 166 minutos. Dirección: Peter Jackson. Guión: Fran Walsh, Philippa Boyens, Peter Jackson, Guillermo Del Toro. Intérpretes: Martin Freeman, Hugo Weaving, Luke Evans, Elijah Wood, Evangeline Lilly, Cate Blanchett, Orlando Bloom, Christopher Lee, Ian McKellen. Fotografía: Andrew Lesnie. Música: Howard Shore. Arcángel, Guadalquivir, El Tablero, Artesiete-Lucena.

Peter Jackson, cuya filmografía anterior y posterior a la trilogía de El Señor de los Anillos es irrelevante (por mucho que sus primeras películas sean consideradas de culto por los druidas cinéfagos y cinéfilos), ha dado con su tríptico una extensa y agotadora obra maestra al cine fantástico, comparable a los logros mayores de Cooper y Schoedsack, Whale, Browning, Cameron Menzies o Harryhausen. Pero en ello se quedó. Su posterior King Kong fue decepcionante, pese a sus aciertos parciales. The Lovely Bones fue un chasco. Y esta tan esperada El Hobbit: un viaje inesperado no aporta nada a la trilogía. Afortunadamente tampoco le resta, porque es de una gran potencia visual.

Pero es como un elefante bailando sobre una canica. Si la trilogía de los anillos daba razón visual -y de forma asombrosa- de la extensa trilogía novelística de Tolkien, El Hobbit da la sensación opuesta de engordar, con una grandilocuencia no siempre grandiosa y un efectismo no siempre espectacular, una flaca historia que no requería tanto metraje. Las muchísimas menos páginas de esta novela no dan para una tan dilatada superproducción y mucho menos para otra trilogía.

Se agradecen el tono más cuentístico y el humor, pero al inflar la historia Jackson ha importado los errores que dañaban a la trilogía de los anillos y ha minimizado la épica argumental que hacían su grandeza. Así El Hobbit ha heredado más vicios que virtudes de El Señor de los Anillos: tomas aéreas, sobredosis digitales, abigarramiento de figuritas que atenúan el efecto espectacular en vez de multiplicarlo. Como muchos directores de su generación Jackson parece olvidar que la espectacularidad es un efecto cinematográfico que se logra a través de la composición del encuadre y del montaje combinados con el sonido, no con vuelos innecesarios o apelotonando figurantes virtuales. Estos defectos, que se clavaban en la trilogía como lanzas en el cuerpo de un gigantesco monstruo: molestaban pero ni tan siquiera herían, son más visibles en El Hobbit a causa del desfase entre argumento, guión y efectos.

Afortunadamente Jackson conserva intacta su extraordinaria capacidad para dirigir a los actores sin que los kilos de maquillaje, pelucas, ropajes y retoques digitales neutralicen la fuerza interpretativa del espléndido reparto. Éstas son las criaturas de Tolkien, desde luego, maravillosamente visualizadas, como si el director gozara de la absoluta libertad de los ilustradores de libros. El diseño de producción de Dan Hennah, la experimental fotografía de Andrew Lesnie y la música del gran Howard Shore son, junto a los espléndidos actores, los cuatro pilares que sostienen esta película falta de cimientos de guión.

Una buena película, sí, pese a sus carencias y sobre todo pese a su excesos. Pero que habría sido mucho mejor si Jackson se hubiera adaptado al universo más infantilmente cuentístico del relato y a su brevedad. Atrapado por el gigantismo, probablemente afectado por el fracaso de sus dos películas posteriores a la trilogía de los anillos y además enredado en una fatigosa escritura del guión y una tormentosa preproducción, ha olvidado las proporciones.

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