Crítica de Teatro

Guardianes de la memoria

Alberto Castrillo-Ferrer, durante el espectáculo.

Alberto Castrillo-Ferrer, durante el espectáculo. / jordi vidal

El ciclo Off topic programado por el Instituto Municipal de Artes Escénicas (IMAE) trajo el pasado viernes a la Sala Polifemo del Teatro Góngora Ildebrando Biribó, el último Cyrano, monólogo que bajo la dirección de Iñaki Rikarte es interpretado por Alberto Castrillo-Ferrer. Después de haberle concedido la divinidad un breve permiso temporal, Ildebrando Biribó bajará de la nube celeste que habita para representar la historia de su vida. Mientras caen los granos del reloj de arena que marca el tiempo limitado que le conceden en la tierra, nuestro protagonista compartirá vivencias y explicará cómo su vocación como soplador le condujo hasta el Théâtre de la Porte Saint-Martin de París para trabajar como apuntador y la noche fatídica del 28 de diciembre de 1897, cuando al finalizar el estreno de Cyrano de Bergerac lo hallan muerto en el interior de su concha. Gracias a su oficio conoceremos el teatro desde la perspectiva del intérprete y revelará una de las situaciones más angustiosas que se pueden vivir sobre el escenario: olvidar el texto. Un tiempo relativamente corto que puede pasar desapercibido para el público y, sin embargo, el actor o actriz lo vive como una eternidad. Es en ese momento extremadamente tenso cuando el apuntador se convierte en la memoria del intérprete y consigue salvar la representación. La puesta en escena de este bello texto de Emmanuel Vacca está dominada por el espacio vacío, un acertado uso de la iluminación y la magnífica escribanía que se transforma en infinidad de escenarios que recrean la historia. Alberto Castrillo-Ferrer entrega un trabajo colmado de matices y sustentado en elementos propios de la Commedia dell'Arte. El amplio dominio del gesto y la voz desdoblándose en múltiples personajes, unido al habilidoso diálogo que establece con objetos y espectadores, transforma la función en una delicada y entrañable obra de arte. Todo ese talento derrochado a lo largo de algo más de una hora mereció el cálido aplauso del público al finalizar la representación.

En pleno siglo XXI, por mucho que la profesionalidad haya alcanzado cotas elevadas y el número de ensayos se multiplique, la figura del apuntador no ha desaparecido. Su concha sobre el escenario se ha desplazado a cabinas exteriores para dar sus soplidos a través de pinganillos. Y es que en el teatro, como en la vida, la memoria puede ser nuestro mejor aliado si nos acompaña y el peor enemigo cuando nos abandona.

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