Contención e inteligencia para un gran film-cómic

Manuel J. Lombardo

09 de marzo 2009 - 05:00

Creada en 1986 para la editorial DC Comics por los británicos Alan Moore (guionista de otros títulos también llevados al cine como From Hell o V for Vendetta) y Dave Gibbons (dibujante), la serie Watchmen pasa por ser una de las cumbres del género de la novela gráfica en su revisión, a mitad de camino entre la parodia, la autoconsciencia y la Metafísica, del viejo asunto del superhéroe como protagonista de la cierta estética del cómic contemporáneo. Un vistazo rápido al Diccionario ilustrado del Cómic de la editorial Larousse nos recuerda que la obra de Moore y Gibbons "es algo más que un simple ejercicio de estilo que resulta fascinante y logra mantener intacto el suspense en las 360 páginas que componen el ciclo, utilizando el flash-back, explotando a ultranza la psicología torturada de sus protagonistas y empleando diversos niveles narrativos".

Efectivamente, todos esos elementos y rasgos metalingüísticos permanecen intactos en la elegante y, por momentos, fascinante adaptación que Zack Snyder, último de una larga lista de directores que han ido cayendo por el camino en el intento (Terry Gilliam, Paul Greengrass o Darren Aronofsky entre ellos), ha llevado a cabo después del éxito de 300, basada en otro cómic de Frank Miller.

Si la elección se nos antoja idónea a priori, y todo ello sin tenerle demasiado aprecio a la cinta sobre la Batalla de las Termópilas, cualquier duda queda pronto disipada cuando en pantalla emerge con poderosa belleza kitsch y contenido sentido del espectáculo digital (todo está aquí al servicio de la proteica y desbordante materia narrativa) la historia de un grupo de superhéroes desencantados que, en plena Guerra Fría, con unos años ochenta perfectamente trazados desde el vestuario, el atrezzo y las canciones, rememoran uno a uno y con gran amargura los tiempos mejores que les tocó vivir, y con ellos, una no menos desencantada y oscura Historia de la segunda mitad del siglo XX condensada en cuadros visuales que, como en la excelente secuencia inicial de créditos, hacen despegar a la película hacia un auténtico lenguaje cinematográfico.

Tan apasionado como fiel en su traducción, Snyder ha sabido ajustar su película al verdadero tamaño y dimensiones de la novela gráfica, amplificando lo grande y respetando lo pequeño, combinando espectáculo y filosofía, atracción y narración, sin necesidad de desviarse demasiado de los límites marcados por Moore y Gibbons.

Auténtico festín narrativo, basta ver el capítulo dedicado a Mr. Manhattan y su accidente nuclear para caer rendido al espíritu torrencial y rizomático que domina la cinta, Watchmen explora la vertiente lúcida, visionaria, incorrecta y pesimista de un texto que funciona a un tiempo como metáfora de la condición humana (con o sin máscaras, con o sin disfraz), como metáfora de la historia reciente y como guiño autoconsciente y adulto a la propia materia prima del universo gráfico de los superhéroes y a la relación con su público.

Snyder integra y doma todo este complejo y expansivo universo narrativo y visual con una agradecida contención, dosificando con inteligencia los excesos (el gore, que no falte), intensificando la poesía (también la de la destrucción), destilando un muy sutil y negro sentido del humor y recreando un mundo propio en el que no faltan los guiños cinéfilos ni algunas citas cultas (véase Kubrick y su Teléfono rojo...).

El conjunto se nos antoja como la mejor película-cómic sobre superhéroes que hayamos visto y disfrutado recientemente junto a El caballero oscuro. Y sin ser fan ni seguidor de una cosa ni de otra. O tal vez sea por eso mismo.

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