Mujeres destronadas
'Mundus muliebris' | Crítica
Acantilado publica el breve y lúcido ensayo donde Marc Fumaroli abordó la figura de la pintora Élisabeth Louise Vigée Le Brun, una de las grandes retratistas del Antiguo Régimen
La ficha
Mundus muliebris. Marc Fumaroli. Trad. José Ramón Monreal. Acantilado. Barcelona, 2024. 112 páginas. 16 euros
Apasionado del Grand Siècle y estudioso del mundo anterior a la Edad Contemporánea, Marc Fumaroli se inscribe en la tradición, tan francesa como la que exportó los ideales de la Revolución, de los nostálgicos del Antiguo Régimen al que dedicó obras muy valiosas, que tienen la rara virtud de combinar la erudición con la amenidad y se sirven de una escritura precisa y elegante, en la que resuenan sus incontables lecturas e incluso el esprit de los tiempos convocados. Al conjunto de sus libros, publicados en España por Acantilado, se suma ahora este breve y lúcido ensayo, traducido por José Ramón Monreal, que en su edición original vio la luz en 2015, o sea cinco años antes de la muerte del autor marsellés, donde Fumaroli abordó la figura de la pintora Élisabeth Louise Vigée Le Brun, una de las grandes retratistas de su tiempo y la predilecta de María Antonieta y su corte, que al contrario que su protectora, famosamente ejecutada en la guillotina, o que muchas otras de las damas a las que retrató durante la convulsa última etapa de la monarquía de Luis XVI, pudo huir de París la misma noche en la que eran apresados los reyes de Francia.
La expresión latina del título, Mundus muliebris, referida al adorno o engalanamiento de las mujeres y por extensión a su mundo, tiene a menudo sentido despectivo en los textos antiguos y modernos, de ahí que Fumaroli la lleve al frente de un libro que resalta desde el principio la misoginia implícita en el “lugar común de la moda y del lujo femeninos como corruptores de las costumbres y ruina del bien público”. El milenario recorrido del tópico, ya recogido por Tertuliano y vigente tanto en el Medievo como en la edad del Humanismo, se aplicó especialmente a la Francia prerrevolucionaria y en particular a la reina y a su retratista oficial, exactas contemporáneas y víctimas por igual de la envenenada propaganda que en las vísperas del Terror describía excesos reales y vicios apócrifos, contribuyendo a una impopularidad, en parte justificada pero agravada por las habladurías, que sería decisiva en la caída del trono. Fumaroli se refiere a una “leyenda negra” en la que confluían prejuicios de índole religiosa y otros de filosóficos o políticos, que por lo demás no lograron hacer mella en el prestigio de la artista. A lo largo de su exilio (1789-1801) en Italia, Austria y Rusia, o luego, tras el regreso en tiempos de Bonaparte, durante sus estancias en Inglaterra y Suiza, Vigée Le Brun se convirtió en una figura aún más reconocida que brilló en géneros considerados de segundo orden, al margen de la reputada “pintura de historia”.
“Las mujeres reinaban entonces, la Revolución las destronó”, dejó escrito Vigée Le Brun en sus Souvenirs (1835), haciendo una lectura en clave autobiográfica pero también apuntando a un deliberado cambio en la sociabilidad impuesta por el orden republicano o después napoleónico y en buena medida vigente, precisa Fumaroli, hasta la época del Segundo Imperio. El puritanismo misógino del nuevo régimen ensalzaba las “viriles repúblicas antiguas” de Esparta y Roma, frente a la “feminización decadente” de la monarquía que ya antes de su abolición había merecido duras críticas por parte de quienes hablaban de una Francia corrompida o degenerada, entregada al hedonismo y a la promiscuidad entre los sexos. Triunfa entonces un moralismo de corte masculinizante que desdeñaba por afeminadas las formas de civilización de la antigua corte, en cuya cúspide las mujeres tuvieron un protagonismo infrecuente que jacobinos y bonapartistas juzgaron desmesurado. Impregnados de severo neoclasicismo, unos y otros defendían la idea de una virtud “a la antigua”, observada en su estricto sentido etimológico como una cualidad exclusiva de los varones que los modernos habrían perdido por el “filtro sutil de la feminidad infusa”. A ella se oponen la gravedad y el hieratismo tan bien representados en la solemne pintura de David, cuyo dibujo de María Antonieta camino del cadalso es de una severidad escalofriante.
Para los Goncourt, ampliamente citados por Fumaroli, las mujeres del XVIII dieron “la imagen más acabada de las afectaciones y de los caprichos del ingenio en Francia”, pero también fueron el alma de “un siglo sin Dios”, con amplio y benéfico ascendiente en la política, las letras y las artes. Ellos y asimismo Balzac y Baudelaire, entregado a una suerte de adoración inversa, o Michelet y Sainte-Beuve, rehabilitaron y modernizaron el mundus muliebris en el siglo XIX, conforme a una idea de lo “femenino parisién” que aún hoy, anota al paso Fumaroli, con sus contradicciones y ambigüedades, sigue siendo objeto de la condena o la ira de puritanos e integristas.
Espacios de libertad
Otros historiadores de las costumbres del Antiguo Régimen, como la gran Benedetta Craveri, de quien Fumaroli prologó el extraordinario Madame du Deffand y su mundo, publicado entre nosotros por Siruela, han explicado bien las cualidades que sobre todo en el XVIII, el siglo de la Ilustración y de la douceur de vivre, distinguieron a los sectores más inquietos y creativos de una sociedad que pese a los privilegios estamentales –y en buena parte debido a ellos– abanderó una ética del placer con importantes espacios de libertad para el sexo tradicionalmente excluido. En Amantes y reinas, la estudiosa italiana se refería al “poder de las mujeres”, ciertamente ejercido de manera vicaria o entre bambalinas y limitado a las clases altas, aunque hubo excepciones como la propia Vigée Le Brun –que gracias a su talento llegaría a codearse con ellas, siendo de hecho una intrusa– o las famosas favoritas de Luis XV, Madame de Pompadour y Madame du Barry, plebeyas ennoblecidas y cuestionadas en el entorno de la realeza. Niña prodigio de formación autodidacta, la pintora parisina sostuvo desde adolescente a la familia con su trabajo y sin ser una partidaria expresa de la emancipación reflejó ese anhelo en sus retratos, donde los rostros y la pose resuelta de las mujeres dejan ver una actitud autoconsciente que hoy calificaríamos de empoderada.
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