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Un "apocalipsis" a golpe de machete

Era un conflicto histórico, alimentado durante décadas, pero pocos podían intuir la dimensión de la masacre que se avecinaba en el corazón de África. Las tensiones acumuladas durante años entre los dos grandes grupos étnicos ruandeses, hutus y tutsis, estalló en 1994 y dejó tras de sí un reguero de sangre que los recuentos más optimistas cifran en 900.000 muertos.

El genocidio arranca en la noche del 6 de abril, cuando el Falcon 50 del entonces presidente Juvenal Habyarimana fue derribado por un misil al intentar aterrizar en Kigali. El avión, que procedía de Dar es Salaam, cayó frente a la residencia presidencial. También murieron el mandatario burundés, Cyprien Ntaryamira, y otros altos cargos gubernamentales de ambos países que habían participado en la capital financiera de Tanzania en una conferencia regional.

Tras el magnicidio, la milicia radical hutu Interahamwe culpó del asesinato a la minoría tutsi y clamó venganza. Como resultado de las persecuciones, 937.000 tutsis y hutus políticamente moderados, según el último censo del Gobierno de Kigali, fueron masacrados entre abril y julio con armas blancas y de fuego por los paramilitares de Interahamwe, pero también por soldados del Ejército y la propia población civil, alentada por la emisora extremista Radio Libre Mil Colinas y destacados líderes locales.

La crudeza no encontró límites: la mayoría de las víctimas fueron descuartizadas con machetes, mientras a otros se les quemaba vivos en las iglesias donde buscaban refugio. Según defensores de los derechos humanos y cooperantes, el genocidio estaba planeado y su objetivo no era otro que erradicar a la minoría tutsi, alrededor del 11% de la población de Ruanda.

El conflicto también provocó la estampida de más de dos millones de ruandeses hacia Burundi, Tanzania, Uganda y Congo. La ONU había retirado buena parte de sus tropas antes del desastre que vaticinó Bagosora.

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