Mundiales en el recuerdo

1950. Aquel año del Maracanazo

El Brasil de la gran decepción.

El Brasil de la gran decepción.

Hubo una vez una selección que tenía todo un país detrás. En mayor o menor medida, algo parecido ha ocurrido otras veces –ahí están la Italia del 34, la Inglaterra del 66 o la Alemania del 74 –, pero nada comparable a lo que se vivió en Brasil antes y durante el Mundial del 50. Y también después.

El Mundial volvía después del largo parón por la guerra y todo estaba preparado para que el país donde quizá más intensamente se vive el fútbol celebrara su gran fiesta. Había estadio, pues se había construido en Río el recinto más grande jamás visto, un Maracaná majestuoso para más de 200.000 espectadores. Había, por supuesto, afición, una torcida ávida de un triunfo que situara a la seleçao como la mejor del planeta. Había, en fin, y como casi siempre en Brasil, un gran equipo, construido por el seleccionador, Flavio Costa, a partir de la base de un Vasco da Gama ganador de tres de los últimos cinco campeonatos cariocas, en un tiempo en el que no existía Liga brasileña como tal, sino competiciones en cada Estado: la carioca, la paulista, la gaúcha...

Ausentes prácticamente todas las selecciones centroeuropeas al encontrarse el continente en plena posguerra –las finalistas en los 30 Checoslovaquia y Hungría, lógicamente Alemania–, retirada Argentina por sus diferencias irreconciliables con la Confederacion Brasileña de Deportes, muy afectada Italia por la tragedia de Superga en la que un año antes habían muerto 18 jugadores del gran Torino, el camino de Brasil hacia el título parecía expedito. Si acaso, había que ver qué pasaría con Inglaterra, por primera vez en un Campeonato del Mundo.

Tras el fiasco ante Uruguay, Brasil desterró la equipación blanca:nacía la ‘verdeamarela’

Tras una primera fase en la que un inesperado empate con Suiza provocó cierta zozobra –Brasil pagó caro la concesión del seleccionador a Sao Paulo, donde se jugaba el partido, dando entrada a varios jugadores paulistas en lugar de algunos titularísimos–, la selección brasileña accedió a la definitiva fase final en la que jugaría siempre en Maracaná.

Allí, primero laminó a Suecia (7-1), en tarde gloriosa del goleador Ademir, y luego haría más o menos lo mismo con España (6-1). Uruguay, mientras, sólo empató ante España, de manera que a Brasil le bastaba con igualar con los charrúas en el cierre del torneo para asegurarse el título. Pero no. Juan Alberto Schiaffinio y Alcides Ghiggia remontaron el tanto inicial de Friaça y Jules Rimet, el presidente de la FIFA que ya tenía ultimado su discurso de felicitación a los brasileños, se quedó en blanco y por poco ni entrega la Copa al capitán uruguayo Andrades.

En Brasil la conmoción fue total. Varios jugadores no volvieron a ser convocados y el portero Moacir Barbosa, aunque siguió en la selección hasta 1953, fue señalado casi unánimemente como el principal culpable de la catástrofe. Incluso se desterró el color blanco de la equipación principal. Nacía la verdeamarela, más tarde la canarinha, que tanta gloria ha dado al fútbol desde entonces.

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