Cultura

El superviviente Strauss

  • Se cumplen los ciento cincuenta años años del nacimiento de Richard Strauss, uno de los más grandes operistas de todo el siglo XX.

Cuando en 1905 Richard Strauss presentó a su amigo Gustav Mahler la Salomé que acababa de componer a partir del drama homónimo de Oscar Wilde, el músico bohemio quedó por completo hechizado y propuso a su autor estrenarla enseguida en Viena. Los censores frustraron sus deseos: bajo ningún concepto permitirían que la obra de un decadente dramaturgo irlandés en la que una serie de personajes bíblicos cometían actos atroces subiera a las tablas de la Ópera Imperial. Salomé acabaría estrenándose en Dresde en diciembre de aquel año y su presentación austriaca tuvo lugar en Graz en mayo siguiente.

El escándalo acompañaría a la ópera en los primeros años de su exhibición por todo el mundo, pero el triunfo del compositor fue absoluto ("No se ha visto nada más satánico ni más artístico en los teatros de ópera alemanes", sentenció el crítico Ernst Decsey). Tanto que Strauss se hizo inmensamente rico y pudo contar durante años el juicio que su composición mereció al káiser Guillermo II: "Lamento que Strauss haya compuesto esta Salomé. Aprecio mucho a ese hombre, pero con esto se va a causar un perjuicio terrible", para luego añadir entre risas: "Ese perjuicio me dio para construir mi villa de Garmisch".

Nacido el 11 de junio de 1864 en Múnich, hijo de un famoso trompista de la ópera, Richard Strauss fue educado musicalmente en el más estricto conservadurismo, lo que no impidió que su talento se desbordara con rapidez: antes de los cinco años tocaba el piano y a los seis dominaba el violín y había empezado a componer. Sus primeras obras no pasaban de ser remedos más o menos brillantes de los grandes maestros románticos, pero pronto halló en la orquesta el espacio adecuado para un tipo de expresión mucho más personal. Sus poemas sinfónicos derivaban de los de Liszt, pero exploraban caminos novedosos. Strauss amplió la orquesta, enriqueció cromática y wagnerianamente las armonías y apostó por un descriptivismo neto, sin renunciar por ello a la forma, aunque quedaba claro que "las ideas nuevas debían buscar formas nuevas". Reconocido maestro de la orquestación incluso por sus antagonistas estéticos ("Uno debe admitir que el hombre que compuso una obra semejante -Una vida de héroe-, con esa tensión constantemente elevada, es casi un genio": Claude Debussy), su estreno en el género con Aus Italien (1886) fue ya un toque de atención para los músicos de su tiempo que confirmó con Don Juan y Muerte y transfiguración (1889). Obras como Macbeth (1891), Till Eulenspiegel (1895), Así habló Zarathustra (1896), Una vida de héroe (1898), Sinfonía doméstica (1903) o Una sinfonía alpina (1915) lo confirman como uno de los grandes del sinfonismo posromántico.

Junto a la orquesta, fue la ópera el terreno en el que brilló de manera deslumbrante. Antes de Salomé, la hiperwagneriana Guntram (1894) y Feuersnot (1901), una obra en un acto en la que el wagnerianismo aparecía ya como motivo paródico, resultaron rotundos fracasos, pero le sirvieron de plataforma de aprendizaje. El lenguaje armónicamente avanzado de Salomé se retorció aún más en su siguiente ópera, Elektra (1909), que, basada en un drama de Hugo von Hofmannsthal, se acercó mediante la histeria al abismo de la atonalidad. "Éramos un conjunto de locas", comentaría más tarde la contralto Ernestine Schumann-Heink refiriéndose a la noche del estreno, donde interpretó a Clitemnestra, "…la música misma enloquece. Strauss compone una hermosísima melodía durante cinco compases, y después lamenta haber escrito algo hermoso y aparece con una disonancia que estremece". El propio compositor pareció asustarse por el impacto de su creación, y su siguiente título para el teatro fue una comedia ambientada en la Viena del siglo XVIII, una obra de un exquisito refinamiento melancólico que apuntaba directamente al universo mozartiano. El caballero de la rosa (1911) tenía también un libreto de Hofmannsthal, quien se convertiría en colaborador del compositor hasta su muerte en 1929.

Desde 1911, Strauss abandonó el primer plano de la modernidad musical para no volver jamás a él. Hofmannsthal lo alejó del estilo extremado de Elektra y le ofreció libretos de un alto nivel intelectual, sujetos mitológicos y una notable carga simbólica. Las dos versiones de Ariadna en Naxos (1912, 1916) y La mujer sin sombra (1917) no tuvieron el impacto de los títulos anteriores, aunque en los años 20 la cosa fue peor: mientras un grupo de jóvenes (de Hindemith a Weill, pasando por Krenek o Eisler) triunfaba en Berlín con un tipo de drama musical nuevo, mucho más cercano a la sensibilidad popular, Strauss sufría por la indiferencia que el espectador mostraba ante su Intermezzo (1924), su Elena egipciaca (1928) o su Arabella (1933). El compositor sobrevivió a todo eso.

El de Arabella fue el último libreto que le dejó Hofmannsthal antes de morir. Después Strauss encontró en Stefan Zweig a un nuevo libretista para su comedia La mujer silenciosa (1934), pero el origen judío del escritor austriaco, a quien defendió de todos los ataques, le trajo notables problemas con las autoridades nazis. La relación de Strauss con el régimen siempre fue compleja: su hijo Franz se había casado con la hija de un conocido industrial hebreo, lo que mediatizaría su actitud ante los jerarcas del partido y tras la guerra le serviría de perfecta justificación para defender su postura ambigua y complaciente. Fue nombrado Presidente de la Cámara de Música del Reich en 1933 y destituido de su cargo al año siguiente a causa del affaire Zweig, pero los vínculos no se rompieron jamás: Strauss se dejaba agasajar por los líderes del partido en sus fiestas, públicas y privadas, y hasta compuso música para los Juegos Olímpicos celebrados en Berlín en 1936. Ni los nazis se atrevieron a perder a una de las grandes figuras culturales que aún podían airear ante el mundo ni el compositor se sintió con ánimos para emigrar, como tantos otros hicieron, o para combatir más enérgicamente lo que después de la guerra calificaría como "el reinado de doce años de bestialidad, ignorancia y destrucción de la cultura por parte de los mayores criminales, durante el cual los dos mil años de la evolución cultural de Alemania llegaron a su fin".

Strauss sobrevivió al nazismo y a la guerra sin dejar de componer óperas: Día de paz y Dafne, ambas con libreto de Josef Gregor, vieron la luz en 1938; El amor de Dánae, también con libreto de Gregor, pero a partir de un antiguo texto de Hofmannsthal, tendría que haber sido representada durante la guerra pero no lo hizo hasta 1952; Capricho, una ligera (o profunda, según se mire) comedia con texto de Clemens Krauss sobre la propia naturaleza de la ópera, se estrenó en el terrible otoño de 1942. Después de 1945, aislado pero protegido por las fuerzas norteamericanas en su villa de Garmisch, el compositor escribiría aún algunas obras auténticamente singulares: las elegíacas Metamorfosis para 23 instrumentos de cuerdas, que terminó el mismo día de la muerte de Roosevelt en abril del 45; un ligero y elegante Concierto para oboe escrito a instancias de un soldado americano que había tocado el oboe en la orquesta de Pittsburgh; y las otoñales, maravillosas Cuatro últimas canciones, que cerraron su importante contribución al lied, representando a la vez el fin de toda una era estética (la del Romanticismo) y el de un género.

Más allá de todo eso, fallecido en Garmisch el 8 de septiembre de 1949, Strauss sobrevivió también a la vanguardia y sus denuestos ("Bombástico y jactancioso", lo crucificó Stravinski) para llegar al siglo XXI como uno de los más celebrados y fascinantes talentos que haya dado jamás Alemania a los universos cruzados de la ópera, la canción y la orquesta.

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