Opinión

¿Dónde está, muerte, tu victoria?

Yentonces, de pronto, aquel maestro reconcentrado, parco en el gesto, ensimismado en la experiencia de buscar la última verdad en los sonidos, capaz de darle sentido al más imperceptible de los sonidos, saltó de satisfacción, cambió de expresión, se relajó y dio rienda suelta a la experiencia orgiástica del sonido, como en una ceremonia antigua, atávica, en la que los lazos de la corrección formal se desenredasen para dar paso a la alegría de la música. Fue aquella noche del 2 de enero de 2007 en el Teatro de la Maestranza, cuando una vez hubo dado cuenta del programa oficial de la velada (concierto para chelo y orquesta de Schumann y Cuarta Sinfonía de Tchaikovsky), Claudio Abbado respiró, emergió del arcano de la expresividad contenida y dio rienda suelta a la mastodóntica Orquesta Simón Bolívar (¡casi doscientos músicos!) para que hiciesen de la sección final de la obertura de Guillermo Tell una verdadera fiesta de la alegría, con los jóvenes músicos encaramados en sus sillas y bailando en sus posiciones.

Sí, ése era también Claudio Abbado, en esa Sevilla con la que tan vinculado se sentía al afirmar que sus raíces familiares se remontaban a los Abbadíes expulsados de Isbilya tras la conquista cristiana. Tanto sentía la atadura con las orillas del Río Grande que por aquellos tiempos proyectó hacer de Sevilla una de las sedes, junto a Madrid y Bolonia, de su añorada orquesta juvenil. No la salud, sino la cicatera guadaña presupuestaria para con la Cultura tanto en Italia como en España sería quien dejase en el limbo de la ilusión el sueño de trasplantar a Europa el entusiasmo por vincular a la juventud con la música que tanto admiró del milagro venezolano de José Antonio Abreu. Y aquí confluyen esas dos facetas que creo esenciales en el legado de Claudio Abbado. Por una parte, su enorme rigor técnico y su seriedad y profundidad interpretativa, en un compromiso inefable con la esencialidad expresiva (en la que se sumergió cada vez más tras su grave enfermedad de 2000), que le llevaba a extraer de las orquestas matices y sonoridades infinitas; y por otro, su entusiasmo en el trabajo con jóvenes orquestas, algunas de las cuales creó personalmente y otras con las que colaboró desinteresadamente y con la alegría de un joven más. Con la fuerza juvenil que siempre le acompañó y que le hizo burlar a la Parca hasta ayer mismo. Sit tibi terra levis.

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