Trío Arbós & Estellés | Crítica

Asomados al abismo

El Trío Arbós con José Luis Estellés en el Patio de los Mármoles.

El Trío Arbós con José Luis Estellés en el Patio de los Mármoles. / Diego Sevilla

Tiempos de zozobra. Tiempos de angustia. La pandemia ha dado para muchas reflexiones y muchas creaciones transidas de pesimismo, vueltas hacia la fragilidad de la condición humana, muy especialmente en Occidente, donde, a pesar de que la situación dista mucho de lo apocalíptico, se han buscado a menudo conexiones con otros momentos mucho más oscuros de la historia reciente. Así, 1940, con los ejércitos del Reich extendiendo su mancha sobre Europa. El Festival granadino decidió programar una de las más geniales partituras nacidas aquel año, una de las más extraordinarias creaciones de todo el siglo pasado, el Cuarteto para el fin del Tiempo de Olivier Messiaen, y para acompañarla encargó una obra para el mismo orgánico (trío clásico más clarinete) a uno de los grandes de la música española contemporánea, el madrileño Tomás Marco (1942).

La música de Marco, siempre personal, atenta al sonido de su tiempo, pero no necesariamente adscrita a las últimas modas de la vanguardia, ha ido derivando hacia un cierto eclecticismo en el que se integran procedimientos tradicionales (¡la resurrección de la melodía!) con algunos estilemas típicos de lo contemporáneo. En su música ha habido siempre una preocupación por las relaciones entre tiempo y espacio, y ello se aprecia en la forma de tratar las texturas en esta Musica in tempore viri que se estrenó el jueves pasado en el Hospital Real. Más allá de algunos elementos que casi se podrían calificar de programáticos en obra que se quiere construida desde la experiencia, sin duda dramática, del encierro obligatorio (los trémolos en las cuerdas, por ejemplo), son en efecto estas relaciones entre los instrumentos y la evolución de su entramado en la escena las que la marcan. Texturas y timbre, elementos tan característicos de buena parte de la producción musical del último cuarto de siglo, pero también retazos de melodía, una rítmica que a menudo se entrecorta y parece divagar, creando efectos de suspense, hasta un final en el que el violín y el violonchelo se engolfan en un intercambio de música extremada, abrupta y amenazante.

Sin duda más amenazadora y extremada era la situación para los ocupantes del Stalag VIII-A, un campo alemán de prisioneros en Görlitz (Silesia, hoy en Polonia), que en enero de 1941 asistieron al estreno del Cuarteto para el fin del Tiempo. El miope Messiaen había sido movilizado como conductor de ambulancias, capturado por las tropas alemanas cerca de Nancy en mayo de 1940 y conducido primero a un campo al aire libre en Toul y definitivamente a Görlitz, donde sería liberado en marzo del 41. Messiaen coincidió allí con otros músicos (el clarinetista Henri Akoka, el violinista Jean Le Boulaire y el violonchelista Étienne Pasquier), con algunos de los cuales había trabajado ya, y escribió (a veces, recomponiendo de memoria piezas suyas anteriores) esta obra que, como casi todas las de su catálogo, tiene un trasfondo religioso: basado en el Apocalipsis, el fin del Tiempo al que se refiere Messiaen no es el de la destrucción de la civilización humana, sino el advenimiento de la Eternidad. Música que, desde el horror, nos habla de esperanza.

El Cuarteto de Messiaen es la obra que más veces confiesa haber tocado José Luis Estellés, clarinetista valenciano, solista en la Orquesta Ciudad de Granada, que además lo ha grabado dos veces, la última de ellas el año pasado para el sello granadino IBS Classical, un registro aclamado internacionalmente. En esa grabación, Estellés se reunía con otros grandes solistas españoles con los que había trabajado previamente (aunque nunca los cuatro juntos). Ahora se ha aliado con un conjunto permanente, el Trío Arbós, el más importante grupo español de sus características de las últimas décadas, y los resultados han sido excepcionales.

Ya desde el primer movimiento (Liturgia de cristal) pudo admirarse la claridad, limpieza y equilibrio del conjunto, en una visión que se alejó mucho de lo contemplativo, con un tratamiento de los matices dinámicos que dieron relieve sustancial a la música y jugaron a enmascarar esa idea de un discreto fondo (que aquí crean piano y cello), pensado para realzar la forma (los gorjeos del clarinete, apoyados en el violín). La Vocalise quedó marcada por los ataques intensos del piano de Juan Carlos Garvayo, que creó el espacio para el diálogo sereno de las cuerdas en el centro. En el Abismo de los pájaros, posiblemente el solo para clarinete más célebre de la literatura universal, Estellés dejó una creación personalísima, en la que las cadencias se convirtieron en silencios extendidos desde los que emergía el sonido en pianissimos casi imperceptibles que iban creciendo en progresiones lentísimas y cargadas de tensión. Un momento prodigioso.

El elemento rítmico, tan esencial en la obra de Messiaen, se exacerba en la homofónica Danza del furor para las siete trompetas, pero el conjunto prefirió acercarse a ese momento con un tono contenido, destacando una articulación en un staccato casi enfático. El color, otro elemento inseparable de las preocupaciones de Messiaen, alcanza el culmen de su poder en la explosión del arco iris del penúltimo movimiento, que fue expuesta en un tono casi sinfónico, un momento de gozo expresado en una mágica imbricación de timbres. Y quedan las loas a Jesús, la de la Eternidad, justo en el centro del Cuarteto, en la que el violonchelo de José Miguel Gómez se extasió en la contemplación de un mundo que se nos antoja inalcanzable; la de la Inmortalidad, que cierra la obra, en la que el éxtasis es diferente, más humano si se quiere, y el violín de Ferdinando Trematore lo marcó en su ascenso corpóreo, carnal, vibrátil al límite de su registro agudo. Música deslumbrante capaz de acercarnos a los abismos más hondos de la naturaleza humana. 

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