Cultura

Marca España en París

  • La investigadora sevillana Rocío Plaza Orellana firma un fascinante recorrido por los escenarios parisinos y londinenses del siglo XIX en pos de los bailes españoles.

Los bailes españoles en Europa. Rocío Plaza Orellana. Almuzara. Córdoba, 2013. 420 págs. 23 euros.

Plaza Orellana interpreta el éxito de los bailes españoles en la escena europea del siglo XIX a la luz del cambio que en la danza operarían los escritos y actividades de los bailarines y coreógrafos Jean Georges Noverre, Hilferding y Angilioni, que darían lugar al nacimiento del ballet d'action que potenciaba la espontaneidad, la emoción, la narración y la expresión, y que liberaría al arte de la danza de pelucas, máscaras, trajes pesados y tacones. Además, introduciría el gusto por las clases populares, sus músicas, sus bailes, sus vestidos, sus costumbres, y lo exótico en la escena, acorde con los nuevos tiempos románticos.

Resulta curioso que los nuevos tiempos posteriores a la Revolución francesa y propios del romanticismo dieran la oportunidad de subir a la escena unas danzas que suponían la pervivencia de una primitiva forma de bailar, como eran los bailes nacionales españoles. De hecho, en la mirada de este exotismo había no pocos prejuicios y no pocas artificiales construcciones de la realidad española. Y aunque, tras la pionera María Mercandotti, pisaron las tablas europeas, sobre todo parisinas, Dolores Serrall, Félix García, Manuela Perea, Petra Cámara, Mariano Camprubí y una larga legión de intérpretes españoles, lo cierto es que la fama de estos bailarines hispanos fue efímera en París, en tanto que la austriaca Fanny Elssler, y sus imitadoras, bailando la cachucha y el bolero, eran reclamadas en todos los teatros del mundo. La Elssler, la Gay-Stéphan o la Dubernier que, a pesar de basar su éxito con los bailes españoles, jamás sintieron la necesidad de pisar la tierra hispana. Como hoy mismo, dirán ustedes, en que las fotocopias venden más que el original. O, dicho más suavemente, en que las versiones divulgativas y edulcoradas, domesticadas, alcanzan a veces más difusión que lo genuino.

España, como Carmen, Don Juan o Fígaro, es un invento parisino, aunque a este lado de los Pirineos existían y existen Cármenes, Juanes y Almavivas. Siempre nos ha faltado mercadotecnia. La hipótesis de esta obra es que la importancia de los bailes españoles en París fue fruto de la moda del romanticismo. De la moda y de la casualidad histórica: el hecho de que, como consecuencia de la Guerra de Independencia, un sevillano afrancesado, Alejandro Aguado, fuera mecenas del Teatro de la Ópera, coincidió con la diáspora de músicos y bailarines españoles que en 1833 huyeron de España, cuyos escenarios estaban cerrados por la viruela y el luto, tras la muerte de Fernando VII. El comienzo de la primera guerra carlista, apunta Plaza Orellana, tuvo que ver mucho probablemente con esta crisis teatral.

En 1834 debutan en París, con unas pésimas condiciones contractuales, Francisco Font como primer bailarín y coreógrafo, Dolores Serral, Manuela Dubiñón y Mariano Camprubí bailando manchegas, cachucha, corraleras de Sevilla, jota aragonesa, zapateado, fandango, bolero, el polo del contrabandista y otras danzas. De París pasaron rápidamente a Bruselas y Londres, lo que da fe de su éxito inmediato. Por cierto que el constructo sigue operando: pese a tratarse de intérpretes españoles, se les asigna Cádiz y Sevilla como lugar de nacimiento a las bailaoras, sin duda porque resultaba más exótico a un público fascinado por el Fígaro de Beaurmarchais-Mozart-Rossini.

De hecho fue Fanny Elssler la que popularizó el baile y el atuendo español en París, lo cual es decir lo mismo que en toda Europa, con su papel de Florinda en El diablo cojuelo. Su cachucha fue lo más celebrado de este ballet, estrenado en 1836 en la Ópera de París, hasta el punto de que algunas de sus competidoras, como Marie Guy-Stéphan y Pauline Dubernay, interpretan a Florinda en otras representaciones de Eldiablo cojuelo o, directamente, incorporan danzas españolas en su repertorio, como vemos en la famosa litografía de esta última titulada Boleras de Cádiz. ¿Qué relación tenía esta cachucha con España? Hay una leyenda que dice que Elssler fue alumna de Dolores Serral. Pero lo cierto es que la coreografía de la firmaba Jean Coralli. Afirma Plaza Orellana que desde luego la moda española que Elssler, Dubernay y Guy-Stéphan extendieron por toda Europa, gracias a sus bailes y también a las populares litografías, tiene poco que ver con lo que entonces había en España, al menos en lo que a atuendo se refiere.

Suponemos, por tanto, que el baile de Florinda era tan español como las canciones de Fígaro o la altivez de Carmen más tarde. Afirma Plaza Orellana que el libreto de la obra se inspiró, no en el original del ecijano Vélez de Guevara, sino en la versión que hizo Lasage de la misma. Lo que Lasage hizo con la obra de Vélez de Guevara hizo Elssler con la cachucha de Dolores Serral. Ya que, por supuesto, ninguno de los dos nombres españoles, Vélez y Serral, asomaron la noche del estreno parisino del mencionado ballet. Plaza Orellana da cuenta de algunas de estas andaluzas de pega, las que pulularon en el París decimonónico. Y no hablo de andaluzas figuradas de papel, de novela o de ópera, como Carmen, sino de mujeres de carne y hueso: entre todas ellas quizá la más entrañable sea la mítica Lola Montes, la amiga de Liszt, Alexandre Dumas padre y George Sand, la amante de Luis I de Baviera, sevillana fingida y apasionada auténtica nacida en Irlanda que pisó España apenas un par de tardes, huyendo de sus acreedores rumbo a América, y cuya historia era tan falsa que ni los parisinos de la Ópera se la tragaron, aunque sí los californianos de la época. Una tragedia que, no obstante, sirvió de inspiración para el gran filme de Max Ophüls.

La tesis de Plaza Orellana, en fin, es que los bailes andaluces y españoles sobrevivieron a la muerte del romanticismo porque tenían una enorme base técnica, social y emocional. Si el ballet europeo hablaba de sífides y wallis, la danza hispana nos habla de nuestro deseo, de nuestra ira, de nuestra alegría, de nuestra melancolía, de nuestro miedo. Los bailes españoles en París fueron parte de la moda romántica del exotismo. Pero cuando esta moda pasó, lo que quedó fue la verdad que estaba en su base. El sustrato humano. Y es que, para bailar bien, es más necesaria una raíz, incluso, que la técnica.

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