Concierto de Marc Anthony en Sevilla

Marc Anthony arrebató el fuego a la noche de San Juan

Marc Anthony durante su concierto en el Estadio de la Cartuja

Marc Anthony durante su concierto en el Estadio de la Cartuja / Juan Carlos Muñoz

Más de 25.000 espectadores se mostraron rendidos a Marc Anthony en el Estadio de la Cartuja durante la noche del jueves, dando testimonio del encanto magnético que este cantante posee. La multitud coreó todas y cada una de sus canciones, llegando a tapar su voz en muchas ocasiones con el canto colectivo. El concierto fue un gran espectáculo, una noche de gran diversión, en un estadio que está en la esquina menos dotada de infraestructuras de nuestra ciudad, allá donde el norte empieza a convertirse en el oeste, que además de en su acepción geográfica podemos tomar también en la cinematográfica, porque sus accesos parecen un páramo desértico por el que van a asomar los sioux en cualquier momento; hay que caminar mucho para llegar a los autobuses, a los taxis, a cualquier sitio que vayamos; un poco menos al tren, eso sí; salir del aparcamiento de coches privados cuesta entre media hora y hora y media, dependiendo de los miles de espectadores que se reúnan, en ocasiones más tiempo todavía. Pero si me preguntan ustedes si todas esas molestias valieron la pena, les tengo que contestar que sí, que todo Valió la pena, y la canción con la que la alegría comenzó llevaba precisamente ese título. Con ella Anthony marcó la pauta bailando, mientras los metales zumbaban a su alrededor.

Una dinámica banda de quince músicos y coristas comenzó a sonar cuando pasaba media hora de las diez de la noche. Apenas unos minutos después, tras una introducción enlazando cortes de varias piezas instrumentales que rompieron el aire con el brillo de la sección de metales: dos trompetas y tres trombones, y la potencia de un batería y dos percusionistas, Anthony apareció en la parte de arriba de la escalera que ocupaba el centro del escenario, para bajarla despacito, calentando y emocionando a la multitud, convertida en un único grito. Tres generaciones al menos de espectadores, unidas para celebrar un estilo musical que es posible que a muchos les parezca anticuado, incluso menor, pero que Anthony dominó y realzó como nadie; en el escenario no fue solo cantante, acentuando y gesticulando cada letra; fue bailarín, fue actor de los que se golpean el pecho agónicamente durante una canción romántica; fue director de orquesta para hacerla cambiar de rumbo, para dar paso a solos de sus músicos, para hacerles bajar el volumen, incluso, como hizo en Te conozco bien, y que así se oyese mejor al público cantándola; fue batería, también. Y si bien la banda fue excelente, la voz de Anthony fue el instrumento más impresionante, tanto por lo que hizo -incluso manteniendo durante un buen rato algunas notas-, como por la forma en que lo hizo y por lo que dejó de hacer, ya que en vez de arrastrar su voz en un quiero y no puedo se resguardó en la voz -superior- del público, en los largos solos de algunos de sus instrumentistas, en descansos entre canciones, de tiempo justo para que ninguno llegara a hacerse tedioso. Su voz tiene ya muchos años y le apreciamos ronqueras ocasionales y también notas perdidas, pero nada de eso fue motivo para negar la profunda emotividad que derrochó.

Y hubo alguien comenzó con una dulce intro del piano de Juan Carlos Sierra, acallada por la voz al unísono del estadio al comenzar a cantarla con Anthony, algo que se repetiría después, cuando los versos de Hasta ayer, salidos de miles de gargantas, hicieron enmudecer la guitarra acústica de Ángel Alfonso Fernández. Las cuerdas se vengaron algo más tarde, cuando Mario Guini se adelantó al centro del escenario con su Fender y nos brindó un solo que por sí mismo ya valió el precio de la entrada. Anthony lo jaleaba, lo reverenciaba, era este un momento en que no había nada más importante que estar allí en persona y presenciar la energía, la emoción, de un músico, y cómo una estrella puede seducir a una multitud con sus maneras histriónicas a la hora de terminar la canción; esta vez sin la ayuda del público, todo el crédito para Anthony, cantando en vivo, respaldado por una banda que no necesitaba lanzar sonidos pregrabados para llenar todo el estadio de esa manera.

Marc Anthony Marc Anthony

Marc Anthony / Juan Carlos Muñoz

Seducción; de nuevo esa palabra. Anthony sedujo a una multitud cuando en realidad parecía que los estaba seduciendo uno a uno, una a una, con nada más que una mirada prolongada, un movimiento de cadera, un guiño a cámara lenta, o un sonoro beso amplificado por el micrófono, como ocurrió en esta ocasión, antes de que la pista del estadio se convirtiese en un mar de luces blancas ondeándose al suave ritmo de Flor pálida. Suavidad; otra palabra definitoria de lo que ocurrió esta noche; delicadeza. Anthony, quizás en otra muestra de la forma en que protege y brinda su voz, ofreció un repertorio muy comedido, sin apenas canciones de las que desatan el baile de vértigo que asociamos a los ritmos salseros, a pesar de que todas tenían sus cadencias y sus timbres. Esta noche muchas de las melodías comenzaron como baladas, con la aspiración de gran tenor de Anthony, apoyado principalmente, como he reflejado antes, por el piano o por la guitarra acústica, como volvió a ocurrir ahora en Contra la corriente, que fue arquetípica de esa forma de comenzar calmada, representando la herencia ibérica de esta música, para entregarse después al tratamiento atronador que le daba la banda, que en esta ocasión hasta contó con un larguísimo solo de batería de Jessie Caraballo, al que se unió el propio Anthony durante varios segundos, acompañándole desde otra batería que llevaba desde el principio vacía encima de la escalera. Cuando Anthony bajó de nuevo seguía aún el solo de Caraballo, relevado casi sin darnos cuenta por Eric Vélez en los timbales. Todavía le dieron otra vuelta de tuerca al sonido de la percusión con la unión de Curtis Rodrigues, el tercer golpeador de parches del grupo, y cuando parecía que la presión iba a poder con nosotros, el piano rompió la pesada cadena y nos liberó; siguieron los metales con algo parecido al free jazz, perfectamente integrados en los arreglos, los tres cantantes del coro que respaldaba a Anthony y también como no, sus maravillosos fans, que no solo cantaban con entusiasmo los estribillos, sino estrofas completas.

Tal entrega exuberante no podía mantenerse en el tiempo; se imponía la balada romántica y de ellas estaba lleno el disco que dedicó a sus Iconos, a sus maestros en la canción melódica. Eligió tres para enlazar algunas de sus estrofas, comenzando con Abrázame muy fuerte, de Juan Gabriel, para continuar, tras otro maravilloso solo de guitarra de Mario, con la Almohada de José José y terminar con el estadio, pistas y gradas, convertido en un clamor, acompañándole en ¿Y cómo es él?, la canción de Perales que bien merece estar en un álbum de piezas icónicas como estas.

¿Dónde está mi gente, que no se siente?, gritó Marc desde el escenario. Un bramido ensordecedor fue la respuesta. Y siguió con ¿Qué precio tiene el cielo?, interpretándola sin prisa, con unos músicos que, bajo su control, permitieron que se moviera gradualmente en diferentes direcciones, anclados en polirritmos infecciosos. Hasta ahora todas las canciones eran antiguas, aunque revestidas de ropajes nuevos y brillantes. La primera de las actuales fue Mala, seguida por Pa’llá voy, la que da titulo a su disco más reciente y a esta gira. La gente se las conocía como si fuesen clásicas y las cantó también; él gritaba: Tú me saliste… y la masa contestaba: Mala, mala y cara… después Te conozco bien también fue una canción de llamada y respuesta que devolvió a la noche los aromas de salsa clásica. Y se despidió, sin embargo, con una interpretación contundente de Parecen viernes, con una limpia producción casi pop que iba a contracorriente del estilo salsero. Pero fue recibida con el mismo entusiasmo por la multitud, que no pudo resistirse al terminar a estallar espontáneamente en cánticos y gritos para que volviese.

Con los bises volvió la salsa tradicional, optimista; Tu amor me hace bien era un disparo seguro. La gente la cantaba en vez de él; todo el estadio con los brazos alzados, dando palmas y cantando hasta el final. Anthony pareció aturdido con la ovación; permanecía con la boca abierta y la mirada fija; es un actor, repito; pero es muy bueno o estaba francamente emocionado y sorprendido por la adulación. Incluso se arrodilló y besó el suelo en agradecimiento. Y fue entonces cuando el estadio tembló con los primeros acordes del pop global absoluto de Vivir mi vida. La voz del público tapaba ahora también la música de la banda, no solo la voz de Anthony, que se paseaba por el escenario llorando. A veces quería comenzar a cantar, pero era imposible, no se le oía nada; así que dejó que la gente cantase sola y él se limitó a saltar, acompañándola… voy a reír, voy a gozar, vivir mi vida, la la la lá. Hacía ya muchos minutos que el concierto se había acabado y la banda había resuelto instrumentalmente el final de la canción, con Anthony fuera del escenario definitivamente. Pero esas frases seguían saliendo de las gargantas de los miles de espectadores que abandonaban felices el estadio; seguían retumbando, mágicas, en las paredes del túnel sur que los llevaba al fresco aire de la noche de San Juan.

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