Juan Carlos Garvayo | Crítica

Homenajes de Garvayo

Juan Carlos Garvayo durante su actuación en el Centro Federico García Lorca.

Juan Carlos Garvayo durante su actuación en el Centro Federico García Lorca. / Festival de Granada / Fermín Rodríguez

Tras su actuación con el Trío Arbós y el cantaor Rafael de Utrera en la primera semana del Festival, volvía el pianista motrileño Juan Carlos Garvayo a la muestra con un recital en solitario, íntimo, al que además quiso dar un tono didáctico, pues fue presentando las obras una a una. Un programa muy bien concebido en torno a las relaciones que a principios del siglo XX se tramaron en París entre Manuel de Falla y dos de sus principales referentes franceses, el gran Claude Debussy y, quien fuera su maestro (de Falla, no de Debussy), Paul Dukas.

En 1920 Falla y Dukas escribieron sendos tombeaux a la muerte de Debussy, acaecida dos años atrás; Falla escribió otro a la muerte de Dukas en 1935; antes, Debussy había compuesto su famosa Puerta del Vino después de que Falla le mandara una postal coloreada de ese enclave de la Alhambra. Relaciones que incluso superan a los protagonistas, pues hay que extenderlas a la música española y francesa en general (Ravel, Albéniz, Turina, el pianista Ricardo Viñes y otros maestros jugaron también un papel fundamental en este contexto).

La mirada a ese mundo ocupó la primera parte del recital de Garvayo, que estuvo cargada de personalidad. Incluso de una obra tan difundida y tocada como el preludio de Debussy quiso el motrileño destacar la anotación del compositor en la partitura: “con extrema violencia y dulzura apasionada”, y así sonó en sus manos, con contrastes muy marcados y acentos poderosos, que quedaron algo limados en la otra pieza alhambrista de Debussy, una Lindaraja de naturaleza un punto naif. El Falla de los Homenajes es un Falla ya ascético, duro, ríspido incluso, que aunque sigue recurriendo a los ritmos de habaneras se ha alejado definitivamente de su etapa andalucista. Y con esa severidad fue servido por Garvayo, que tuvo que lidiar con un instrumento absolutamente histórico, pero en un estado cercano a lo deplorable.

Una obra sobre la Alhambra original de Mauricio Sotelo (compositor en residencia este año del Festival), recién estrenada en Madrid y en la que domina un tono impresionista, sirvió para enfilar la segunda parte del recital con música de compositores menos difundidos. Fue una música en la que alentó sobre todo el espíritu de la tradición española, aunque con caracteres bien diferenciados, aún un tanto severa en Nin Castellanos; más despreocupada y risueña, casi en tono sarcástico, en el siempre inteligente Halffter; con absoluta profundidad en Suriñach, cuya música, muy aferrada a los ritmos jondos, desprecia el folclorismo más superficial. Garvayo hizo absoluta justicia a esta música con interpretaciones bien medidas, detalladas en matices agógicos, más elegantes que coloristas. En frente tuvo siempre al venerable teclado, que se ha ganado de sobra la jubilación.

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