Bob Dylan en Sevilla

La Iglesia Dylaniana no conoce las crisis de vocaciones

  • Veteranos, familias al completo y muchos jóvenes asistieron a un concierto que, sin deparar sorpresas, rayó a una altura extraordinaria

Público a su llegada al Auditorio de Fibes.

Público a su llegada al Auditorio de Fibes. / José Ángel García

En un bar cercano al Auditorio de Fibes donde suenan sevillanas a todo trapo -la Feria is blowin' in the wind- encontramos a Manolo, vecino de Triana, cuarenta y tantos, solo -porque sus amigos, se queja con resignación, no lo acompañan en el sentimiento dylaniano-, dispuesto a ver al Mito o, como dice esperando tal vez lo peor, "los restos" del Mito.

Luego resultará que no, que el Mito no expone sus restos, sino un gran concierto, de sonido inmaculado, preciso, rayando la perfección sonora -aunque tal vez por ello, aunque pueda resultar paradójico, algo frío y con poco roce- y en el que además se encuentra comodísimo cantando, cantando de verdad, con su voz quebrada y crepuscular que se fue calentando hasta el punto de que incluso los viejos pasajes que antes recitaba siguiendo la escuela talking-blues, ahora bailan con sorprendente ímpetu en su garganta.

Antes del comienzo, en la puerta del Auditorio de Fibes, sorprendía la ausencia de corrillos y el habitual ambiente de romería en los conciertos que son, más que eso, acontecimientos sociales y generacionales. Poco a poco, por goteo, van llegando los fieles. Resume perfectamente el estado de ánimo, la predisposición a la comunión, José Ignacio, profesor y padre familia, que llega casi levitando, junto a su mujer y dos hijas y exclama: "Pues aquí estoy, emocionado como un capullo. ¡Qué bien -vuelve la cabeza y se despide mientras una de sus hijas le tira del brazo- esto de sentirse como un niño!".

Los hay también curtidos en la singularísima materia, llena de códigos y capas de significado, que es asistir a un concierto de Dylan. Manolo Grosso, por ejemplo, lo ha visto prácticamente una decena de veces, la primera de ellas -ojo: muchos galones aquí- en la Isla de Wight en 1968, acompañado por The Band. "Lo bueno de Dylan -nos dice casi sentando cátedra- es que, a diferencia de otros legendarios como los Stones, no ha llegado nunca a ser una caricatura de sí mismo".

Una pareja en los alrededores de Fibes. Una pareja en los alrededores de Fibes.

Una pareja en los alrededores de Fibes. / José Ángel García

Veremos también por los alrededores de Fibes, echando el último pitillo antes de entrar, a Chencho Fernández, notable dylaniano del rock sevillano, que tiene la aguda y puntillosa teoría filológica de que Dylan es el músico que "mejor utiliza los adverbios", o al cineasta Alberto Rodríguez con un grupo de amigos. Veremos por lo demás a muchas familias al completo, niños pequeños incluidos, y sorprendentemente -o tal vez no- casi a tantos puretas como chavalitos con reglamentarias camisas country-folk de H&M: la Iglesia Dylaniana no conoce las crisis de vocaciones.

Un par de apuntes sobre el repertorio que a buen seguro no pasaron desapercibidos para los conspicuos dylanólogos: muchos años después, Dylan anda tocando en esta gira prácticamente el mismo repertorio noche tras noche, y en él viene incluyendo dos temas que no aparecían en directo desde hacía una larguísima temporada: Dignity, un tema de su etapa ochentera del Oh Mercy, y Gotta Serve Somebody. Los dos fueron muy aplaudidos, aunque seguramente los mayores calambrazos de emoción llegaron con Scarlet Town, un precioso tema con aires de balada de saloon incluido en Tempest, uno de sus álbumes más bellos de la etapa tardía; Like a rolling stone, animada con palmas y zapateos del público; una preciosa y doliente versión de cámara de Don't think twice, it's alright, o por supuesto Blowin' in the wind.

No habló: digámoslo ya. Todos en el auditorio lo esperaban, claro. Manolo, al que dejamos al comienzo del texto tomándose una cerveza, nos contaba ilusionado que Dylan había "movido así los brazos" en el concierto de Santiago de Compostela para saludar al público, y que incluso dijo, antes de irse, "buenas noches en inglés". Pero, evidentemente, no habló. Hubo muchos conatos, casi uno por canción que interpretaba, tras lo cual daba un respingo de la banqueta del piano, y dando unos pasitos vacilantes y saltarines, entre chaplinescos y chiquititescos, se acercaba al centro del escenario... para dar media vuelta y volver a sentarse. El público, las primeras veces, esperaba hambriento, esperanzado, unas palabras del Mito que llevarse a los oídos. Luego ya se asumió que esa divertida y tierna coreografía era la única manera en que Dylan iba a agradecer la presencia del respetable.

La cuestión es que a ratos, los mejores y más hipnóticos por cierto, uno se olvidaba de que quien estaba allí arriba tocando y cantando, junto a otros músicos auténticamente excepcionales, era Bob Dylan. Y entonces sólo había música. Música extraordinaria. Música vibrante. Música como una llama poderosa, envuelta todavía en los rescoldos de los tiempos en los que se pensaba que unas pocas canciones podían cambiar el mundo... Y todo lo demás lo pone el público, que en muchos sentidos, con su rotunda devoción, aportó en realidad la energía más hermosa y conmovedora de la noche. Él, como recordó de nuevo por la vía de los hechos, se limita a poner la música. Música maravillosa, importante y perdurable: ni más ni menos.

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