La colmena

Magdalena Trillo

mtrillo@grupojoly.com

Oda a la sardina

¿Ni en Málaga ni en Almería molesta el olor de los espetos? ¿O allí no hay un funcionario de turno que active la sanción?

El arte del espeto, un reclamo turístico en todo el litoral andaluz.

El arte del espeto, un reclamo turístico en todo el litoral andaluz. / Cedida por Casa Ramos

Lo peor del verano es el aburrimiento. Probablemente sea el efecto secundario más peligroso del exceso del tiempo de ocio. Vivimos medio año pensando en agosto, despedimos las vacaciones calculando los puentes festivos que nos llevarán hasta las luces de Navidad y, sin darnos cuenta, estaremos cantando coplas de carnaval, oliendo a incienso en Semana Santa, achispándonos en la feria y vuelta a empezar.

Las familias se resienten, en las parejas saltan chispas y en los vecindarios no hay quien viva. Demasiado tiempo juntos -las estadísticas sobre el aumento de divorcios se debaten con los preocupantes picos de las agresiones machistas-, demasiado tiempo para estar pendientes de nosotros mismos -¿no les sorprende que siempre se descubran dolencias extrañas justo en vacaciones?- y demasiado tiempo para estar fiscalizando a los demás -¿no se notan poco transigentes y especialmente irascibles?-.

"Los espetos, en peligro de extinción". El titular no es nuevo. Hace casi una década que nos pasamos medio verano entretenidos en Granada con la amenaza de Costas de acabar con los espeteros. Verano de 2010. La Dirección Provincial se entretuvo en sancionar a una treintena de chiringuitos de toda la Costa Tropical por tratarse de una "ocupación temporal no permitida". Guerra abierta contra los establecimientos playeros. Casi diez años después, no he logrado encontrar los fundamentos legales (y objetivos) de aquella campaña de multas, ni averiguar cómo acabó la crisis ni saber por qué se circunscribió a Granada mientras en Málaga y Almería seguían zampando sardinas con absoluta normalidad.

Ahora son los vecinos los que se quejan. Eso dicen al menos desde el Ayuntamiento de Almuñécar cuando justifican las notificaciones que han remitido esta semana ordenando el cese de su actividad: "Las barcas-barbacoas al aire libre no limitan la producción de humos y mucho menos de olores al no disponer de un recinto más o menos cerrado que permita la estanqueidad y depresiones necesarias para la canalización de los efluentes hacia los filtros necesarios, al efecto de minimizar en lo posible las molestias que provoca".

Están aburridos los vecinos y está aburrido el funcionario de turno que ha recurrido a una parrafada de tal calibre para poner en jaque un oficio centenario que forma parte de esas postales pretendidamente auténticas con que queremos competir como destinos de primer nivel (antes de arrepentirnos por los incordios de la turistificación) y de esos álbumes de fotos que se resisten a lo digital y lo global refugiados en el encanto del color sepia.

Puestos a quejarnos, ya podríamos preguntarnos por qué los espetos de Granada cuestan dos y tres veces más que los de Málaga o cuestionar la supuesta medida higiénica de ensartar las sardinas en varas de metal: ¿las asamos o las cocemos?

El mismísimo Proust tendría un problema si tuviera que elegir entre su famosa magdalena con té -ojo que no se trataba de una magdalena al uso sino de una galletita ovalada con rayas en la superficie característica del noreste de Francia- y un espeto de sardinas con la primera cerveza helada del día. La del salitre. La que no amarga. La que hasta es capaz de enmascarar si se trata de una Alhambra especial bien tirada o una Cruzcampo con pretensiones -¡al rebautismo con el nombre de Granada, Almuñécar o Motril nos tendremos que encomendar!-.

En busca del tiempo perdido se mantiene como un lugar de peregrinaje y añoranza para los amantes de la buena literatura pero también sigue siendo un desafío para los curanderos de la mente y del alma. La neurociencia no termina de atar todos los cabos sobre cómo, cuándo y por qué se activan los "recuerdos involuntarios" a partir de un estímulo tan simple y cotidiano como el sabor de una magdalena. Como el olor de una sardina asada.

Escribo ese artículo a diez mil kilómetros de distancia, en el frío verano de San Francisco y de madrugada. Poco importa el huso horario y mucho menos las coordenadas. Sabe a sol y a mar. Huele a espeto y a cañaveral. ¡Buen verano!

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