José Sacristán. Actor

"He procurado no hacer nada por lo que el niño que fui me mandara a la mierda"

  • El intérprete, emblema del cine español en el último medio siglo, recibió el Premio Retrospectiva 'Málaga Hoy' y presentó el documental sobre su figura 'Delantera de gallinero'.

Desde que José Sacristán (Chinchón, Madrid, 1937) subió a un escenario como profesional han transcurrido 54 años e innumerables películas que, desde La familia y uno más (1965) hasta El muerto y ser feliz (2012), pasando por El viaje a ninguna parte (1986), La vaquilla (1985) y Un hombre llamado Flor de Otoño (1978), todo el mundo conserva en su cabeza. Ayer recibió en el Teatro Cervantes el Premio Retrospectiva Málaga Hoy en una emocionante gala en la que no faltaron viejos cómplices, como Pedro Olea, Fiorella Faltoyano y José Luis Garci (que entregó el premio al homenajeado, y que evocó junto a la actriz el espíritu de Asignatura pendiente) y nuevos como Isaki Lacuesta, con quien acaba de rodar Murieron por encima de sus posibilidades. En la misma gala, el propio actor, que también ha dirigido tres películas, presentó el documental Delantera de gallinero, dirigido Pedro González Bermúdez, producido por TCM y el propio Festival de Málaga y dedicado a su figura: una aproximación al artista y al hombre a través de diversas entrevistas. Antes, dedicó otra bien jugosa a este periódico.

-Hace unos días me hablaba usted de sus primeras experiencias como espectador, cuando se sentaba en el cine, siendo aún niño en Chinchón, como un pastorcillo ante la Virgen de Fátima. Pero para recibir sus primeras clases de teatro tuvo que engañar a sus padres.

-Cuando comencé con las clases ya estábamos en Madrid. Empecé a trabajar de mecánico a los trece años porque tenía que ayudar en casa, pero yo quería ser artista de cine, lo tenía claro. Mi padre me apuntó a unas clases de dibujo lineal, pero en lugar de ir a estas clases, y sin que él se enterase, yo acudía a otras de vocalización y canto, porque entonces no había clases de declamación. Ahí contacté con un grupo de aficionados con el que empecé a hacer teatro. Pero ya tenía quince años. Cuando se me apareció la Virgen de Fátima yo debía tener seis o siete.

-¿Es verdad que con esa edad le quitaba las plumas a las gallinas para jugar a los indios?

-Sí. Y cuando hoy me pongo en un escenario o delante de una cámara mi actitud es la misma: la de seguir jugando. Por encima de cualquier otra cosa, para mí lo importante de esto es seguir jugando. Es un juego serio, con reglas que hay que respetar. Pero un juego, ante todo. Luego, si además es cultura o algo así, pues vaya usted a saber.

-¿Alguien le desanimó en los inicios? ¿Le recomendaron que se dedicara a otra cosa?

-No. Ya en las primeras de cambio, cuando empecé con aquel grupo, vi claro que iba bien la cosa. Poco a poco, despacito, pero los papeles eran cada vez mayores y yo percibía una respuesta muy clara. Luego, claro, ha habido situaciones difíciles pero por mis compromisos personales, por tener un hijo cuando no debí tenerlo y cosas así. Pero la ley de la oferta y la demanda en la que me he movido ha mantenido su dinámica, con altibajos, pero nunca hasta el punto de llegar a pensar "olvídate". Eso, nunca.

-¿Lo considera un privilegio?

-Privilegio no, es la hostia. Una suerte inmensa, sobre todo teniendo en cuenta el punto de partida. No es que mis padres se opusieran, es que no entendían nada. Y hacían bien, por supuesto.

-En la selección de películas suyas proyectadas durante el festival con motivo de la retrospectiva he echado en falta Un hombre llamado Flor de Otoño.

-Yo no he participado en la selección. Pero sí, se trata de una película importante, de las que más me han aportado. Con ella gané mi primera Concha de Plata en San Sebastián. Y creo que también aportó mucho al cine español. Seguramente tuvieron problemas para encontrar una copia.

-¿Hubo tensiones a la hora de rodar una película así en 1978?

-No. Hubo más tensiones con El diputado, que fue clasificada S y que dirigió Eloy de la Iglesia el mismo año. Es verdad que era una película más osada y atrevida. En cuanto a Flor de Otoño, el mérito de Pedro [Olea] fue abordar aquello desde un territorio muy prudente, muy sabio. Quiso que la película provocara una denuncia concreta sin que suscitara el efecto contrario. Era una cuestión de tono. Y acertó.

-Concha Velasco habló recientemente en una entrevista de una lista que apareció después del 23-F con nombres de personas a a eliminar si triunfaba el golpe de Estado. Y, según ella, ahí estaban Adolfo Marsillach, la propia Concha Velasco y usted.

-No he tenido acceso a esa lista. Pero sí intuí que si aquello salía para adelante más de un coscorrón iba a llevarme. No te puedo decir que hasta el punto de que nos eliminaran, eso no lo sé; pero que podía haberlo pasado mal, sí. Aquel día estábamos haciendo Yo me bajo en la próxima, ¿y usted? muy cerca de las Cortes. Hicimos la función de la tarde y luego llamamos a Adolfo. Entonces, decidimos hacer también la función de la noche, asumiendo una actitud contragolpista. Lo que sí sabíamos es que estábamos vigilados, que había gente controlando. Hicimos la función, la que entonces era mi mujer se apresuró a recogerme en el teatro nada más terminar y nos fuimos a corriendo a Pozuelo, donde vivíamos. Mi amigo José María González-Sinde, que en paz descanse, sí que se fue a Francia.

-¿No pensó usted en irse?

-No. No. Nos pegamos a la radio a esperar, y ya está. Si quieres que te diga la verdad... Hombre, lo que esa gente fuese capaz de hacer no lo sabe nadie... Pero, honestamente, yo no tuve miedo de que acabaran conmigo. Como mucho, que me llevara una colleja.

-¿En qué medida contribuyó el cine a normalizar las cuestiones delicadas en la Transición?

-Es que el cine era ante todo una cuestión humana, de trabajo compartido. En aquellos años nos juntamos unos cuantos y comenzamos a trabajar como si nos hubiésemos conocido de toda la vida: productores, actores, directores... Era una aventura de trabajo y de vida tan hermanada, tan formidable, que te hacía disfrutar doblemente. En mi caso los papeles eran los que eran y sí, claro, cada personaje tenía una entidad política además de una entidad dramática, por qué no decirlo. Además, el actor y el ciudadano se sentían próximos, cómplices del mismo bando, como en una relación necesaria. Fue un tiempo estupendo.

-¿No se le ha curado la nostalgia?

-Más que curarse... Estoy francamente preocupado. Lo que estamos viviendo es muy jodido. La nostalgia, dices... Ojalá quedara un resto. Estamos asistiendo a una confrontación bélica. Esto no es una crisis, es una revolución al revés. Y la crisis la están sufriendo lo que están perdiendo la guerra. El reordenamiento económico y social no obedece a que todos lo hayamos hecho mal, sino a que todo está al servicio de unos intereses determinados que son los de quienes toman las decisiones. Para mi tristeza, lo más duro de todo esto es que los ganadores no tienen enemigos. Que la izquierda se ha ido a la mierda. No solamente aquí, mira en Francia y en Italia. Y no sé de dónde sale esa ingenuidad de la oposición que acusa a Rajoy de no crear puestos de trabajo. No se trata de eso: te jodes y te quedas en el paro, y no vas a volver a trabajar. En esta guerra no vienen tanques a tirar bombas, viene el saqueo laboral a dejar a la gente en la calle. ¿Dónde está la respuesta?

-¿Podría el cine hoy tener un papel similar al de la Transición?

-No, no lo creo.

-Aunque fuera para pintar otro país posible...

-Bueno fíjate que yo últimamente me he metido en películas como Madrid, 1987 de David Trueba, Murieron por encima de sus posibilidades de Isaki Lacuesta, Magical Girl de Carlos Vermut, y ahora acabo de terminar Perdiendo el norte, de Nacho García Velilla, que está hecha en clave de comedia pero apunta algunas cosas de la actualidad. A nivel de guión todas me parecieron cojonudas, y hay en ellas una cierta militancia, un interés puesto en no descuidar lo importante. Pero ahora la óptica es otra. No es como en El diputado y Flor de Otoño, donde la mirada del cineasta implicaba toda aquella cosa ilusionada de la denuncia por un lado y la conquista por otro, una mirada tierna que veía la luz al final del túnel del franquismo. Estos directores jóvenes miran a su alrededor y se preguntan qué coño ha pasado aquí. Y lo hacen con un tono de mala leche muy necesario. Eso está muy claro en la película de Isaki, por ejemplo, que es una vuelta al esperpento. Lo que ocurre es que la precariedad se ha impuesto de una manera tremenda. Hay que pactar para hacer las películas con las televisiones. Es lo que hay. Todo se hace muy a duras penas.

-¿Le queda algo en la recámara de lo que arrepentirse?

-No me arrepiento de nada, lo que no quiere decir que no me hubiera gustado hacer otras cosas. Me habría encantado que hubieran llamado aquellos que hacían las películas con las que tan bien lo pasaba en el cine, ésas que me gustaban como espectador más que las que yo hacía. Soy muy consciente de todo lo que he hecho, y todos sabemos lo que fueron algunas películas. Pero, eso sí, yo le salto a la yugular al capullo que de una manera indiscriminada quiera tirar por la borda aquellas películas, porque para mí, al recordarlas, se sigue imponiendo el cariño y la gratitud de toda la gente que confió en mí y que puso a mi alcance un trabajo para comer y para aprender.

-Todavía hay quien acude a aquellas películas para denigrar el cine español actual.

-Eso es entrar en otra dimensión. Hay una cosa morbosa y perversa en esa intolerancia, en la negativa a aceptar a todo un colectivo a cuenta de ciertos pronunciamientos. Pero ya se sabe cómo reacciona la artillería pesada de la derecha en cuanto la tocas lo mínimo.

-¿Qué nos puede decir de Delantera de gallinero?

-Me devuelve al crío que fui. Me gusta. He procurado no perderle el respeto a aquel niño, no hacer nada por lo que mandara a la mierda.

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