España

Suárez desde lejos

EL devenir apacible de la historia no suele exigir héroes ni valientes, éstos se manifiestan en situaciones críticas, y no cabe duda de que el momento más crucial y dramático de la transición de la dictadura a la democracia en España fue el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. Allí hubo tres valientes: el general Gutiérrez Mellado, Santiago Carrillo y el aún presidente Suárez. El primero fue valiente por oficio, el segundo por experiencia y el tercero porque sí. Quien haya hecho la mili sabe lo alejado que está el efecto real de una ráfaga de subfusil de los efectos especiales de las películas. Enfrentarse a pecho descubierto a individuos que han efectuado disparos a escasos metros o no tirarse al suelo como hicieron todos los demás amenazados exige valentía. Ninguno de los tres que lo hicieron sabía que había una cámara grabando, por lo que su valentía fue más genuina: no buscaban vítores y sólo ellos eran conscientes de su miedo. ¿Los demás representantes del pueblo fueron cobardes? Sí, lo fueron, por más que quien esto sostiene dude de si no se habría escondido como los demás.

Si a los tres personajes anteriores se les une Torcuato Fernández Miranda, el presidente de las últimas Cortes franquistas y estratega de la transición a la democracia del régimen político resultante de la Guerra Civil, tenemos a un cuarteto insólito: dos falangistas, un militar de la quinta columna del Madrid asediado durante la guerra y un comunista dirigente de la defensa armada de la capital y la República. El único entre ellos que no había participado en la guerra fue el que devino de valiente a héroe: Adolfo Suárez González.

Una de las muchas secuelas de la guerra, quizá la menos trágica, fue la escualidez de la clase media que sobrevivió, y justo ahí, en el seno de una típica familia pequeñoburguesa de posguerra es donde vino a nacer Suárez. La madre, hija de familia acomodada sin estridencias, era muy devota; y el padre, hijo de secretario de juzgado, era jugador, pendenciero y mujeriego. Quizá porque sufrió lo indecible por el abandono familiar del padre medio fugado huyendo de escándalos de todo tipo, lo mejor que heredó Suárez de sus padres fue la aversión a hacer daño a la familia llegando al extremo contrario: sentir gran apego a ella. Pero el joven Adolfo también asimiló lo más destacable de sus dispares progenitores: el catolicismo, el juego y las aventuras amorosas. Lo que no hacía a derechas era estudiar como Dios manda, pero terminó la carrera de Derecho en Salamanca aunque fuera a trompicones. Llegó incluso a doctorarse en la Complutense, pero lo más provechoso que hizo en aquella época fue caerle bien a Francisco Herrero Tejedor, un fervoroso adicto al régimen que además, cosa rara, era astuto. Lo más curioso de este individuo es que desde la más recia prosapia fascista se acercó al Opus Dei, una de las organizaciones más detestadas por los falangistas. Lo hizo con tan buena ventura que desde el sindicato vertical de estudiantes escaló ágilmente por el Estado llevando como escudero a Adolfo Suárez. Éste fue ocupando muchos de los puestos que dejaba su jefe hasta llegar nada menos que a secretario general del Movimiento. El mismo año que murió Herrero en un accidente de tráfico, Adolfo Suárez, ya con Franco muerto, entró en el Gobierno del insólito Arias Navarro como ministro de una cartera aún más extravagante: la falangista, es decir, la que le correspondía al partido único. Su valedor entonces fue un antecesor suyo en tan curioso cargo, el ya mencionado Torcuato Fernández Miranda. Éste hizo las dos jugadas políticas más atrevidas que se podían imaginar. Desde la presidencia de las Cortes franquistas consiguió su autodisolución, es decir que se suicidaran políticamente para dar paso a unas cortes democráticas. La segunda fue proponer al Rey que el joven desconocido de 43 años llamado Adolfo Suárez sustituyera al aciago personaje de zarzuela Carlos Arias Navarro.

La historia entre este hecho y el anterior, es decir, desde el nombramiento de Suárez como presidente del Gobierno hasta su papel en el golpe de Tejero, es bien conocida y estos días de obituarios se estará detallando minuciosamente. Mi visión personal y subjetiva de aquellos cuatro años y medio puede resultar interesante por dos circunstancias: pasé gran parte de ese tiempo en el extranjero y era militante del Partido Comunista de España, es decir, observé muchas de las andanzas de Suárez desde la lejanía tanto geográfica como ideológica.

En el Reino Unido y más concretamente en un lugar tan privilegiado y politizado como la universidad de Oxford, fascinaba el día a día de la transición política de España. Los pocos españoles que andábamos por allí nos convertimos en la atracción de muchos doctorandos curiosos, como el ingeniero Rowan Atkinson, que acabaría siendo el humorista Mister Bean. Y eso que nosotros, incluido el que sería un historiador y politólogo destacado como Santos Juliá, estábamos casi tan pasmados como ellos. El Rey, impuesto por Franco, se apoyaba en unos falangistas para caminar hacia la democracia desmontando la dictadura. A la vez, se creaban unos partidos para darle carta de naturaleza a esa democracia, por una parte, y para contrarrestar al único partido realmente existente, el PCE, por otra. Desde Alemania (así se interpretaba desde allí) se apoyaba enérgicamente, o sea, con dinero abundante, a un partido inédito para la mayoría de los españoles, el PSOE. Éste trataba enardecidamente que no se legalizara a su facción histórica y quitarle todo protagonismo al PCE. En cambio, la derecha más ilustrada e inteligente apostaba por los comunistas, porque mirándose en Italia, su existencia como único partido de izquierdas garantizaría la permanencia de los conservadores en el poder, ya que el PCE jamás gobernaría en plena guerra fría. Mientras se desmantelaba el sistema anterior y se trataba de elaborar una constitución, la siniestra e incomprensible ETA asesinaba a un promedio de más de una persona a la semana. Los militares, más comprensiblemente, conspiraban continuamente para dar un golpe de estado. Suárez organizaba un partido a su medida y se presentaba a unas elecciones sin dimitir previamente de nada. Manipulaba la televisión de la que había sido director, engañaba a quien se le pusiera por delante incluidos el socarrón presidente de la Generalitat de Cataluña, políticos de toda laya y embajadores de los países que fueran. Elaboraba una ley electoral, que aún padecemos, que le permitiera gobernar aunque consiguiera, como sospechaba, solo el 34,4% de los votos en las primeras elecciones.

A pesar de que su forma de hacer política fuera la de un tahúr, como le calificó otro tahúr más hosco, Alfonso Guerra, Suárez hizo tres cosas sorprendentes que le honran como no han honrado a ningún político posterior. En primer lugar, al menos visto desde el extranjero, hacía política de forma altruista, porque se jugaba la vida bien jugada, ya que las amenazas a las que estaba sometido se podían cumplir en cualquier momento. En segundo lugar, porque la democracia a la que estaba llevando a España era auténtica y homologable por más marrullerías que hiciera para consolidarla. En tercer lugar, y seguramente esto es lo más ignorado, porque se rodeó de ministros mucho mejor formados y capaces que él a los que les encomendó tareas estratégicas de largo alcance. A pesar de sufrir una economía precaria sometida a una inflación galopante, sus gobiernos pusieron en pie un plan energético a cincuenta o cien años vista, una reforma del sistema impositivo, la hacienda pública, que aún perdura, y, lo más curioso, empezó a diseñar y establecer el sistema de investigación científica del país. Así, Suárez combinaba la finta política de la cotidianidad con la visión a largo plazo. En el Reino Unido, Dinamarca e Italia, países en los que estuve esos cuatro años y medio, a Suárez se le admiraba y al pueblo español se le respetaba.

Como comunista de la época, Suárez, a quien nunca voté, me causaba también respeto y admiración. Había legalizado al PCE a su estilo: un sábado santo y a la chita callando. Lo hizo por lo que se apuntó antes de que quería una garantía de gobierno o por lo que fuera, a lo que seguramente no era ajena una extraña empatía con Santiago Carrillo, pero el caso es que lo legalizó enfrentándose nada menos que a casi toda la cúpula militar. Los comunistas, aunque supiéramos que aquellos socialistas inventados y manejados por Willy Brandt y Helmut Schmidt (así se veían desde el resto de Europa) tenían un futuro espléndido, no dejamos de menospreciarlos por haber estado completamente ausentes durante la dictadura.

Por todo ello, tanto a los comunistas españoles como a los ciudadanos europeos encandilados por la política española, no dejó de apenarnos cómo fueron acorralando a aquel presidente tunante pero valiente y generoso. Acabó abandonado por sus compañeros de partido, atacado cruel e inmisericordemente por los socialistas y desdeñado por el propio rey que en buena medida le debía el trono. Y poco a poco incluso fue olvidado por el pueblo. Para colmo, tanto su amada familia como él mismo fueron presas de la tragedia en forma de muertes dolorosas y de la enfermedad del olvido.

Quizá sea hora de considerar que después de Suárez y la clase política que él generó en buena medida, la dirección política del país se ha ido degradando paulatinamente hasta llegar a unos extremos que la pueden hacer insoportable. En una segunda transición, es decir, en el nuevo periodo constitucional que se está haciendo imprescindible, no será necesaria una figura como Suárez, pero sería bueno que añoráramos su inmensa talla política y su valía humana.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios