Asomaba un niño por esa puerta de en medio ayer repleta de periodistas. La hoja derecha la abría Juan, heredero de faena de Anselmo, con sólo mirar hacia la ventana de la izquierda de su casa. Avisaba el nieto de Rocío y, usualmente, era atardecida de viernes. Rocío entró a trabajar en el Palacio siendo una niña, con 17 años, y murió sin dejar sus labores allí, en 1992, años ya jubilada. Era la alegría de Cayetana, de los Tarín, esa buena familia que custodiaba la finca, y de sus hijos.

Javier durmió  allí siendo un crío, asistió sin la capacidad de valorarlo a la mejor colección de abanicos que existe en el mundo, subió esas escaleras que parecían ascender a la gloria, admiró esos cuadros que van perdiendo su pátina sin solución y supo de aquellos secretos del Palacio de las Dueñas que sólo su abuela y ella, la Duquesa, conocían.

Rocío preparó una añeja puesta de largo de una adolescente allá por 1944 y vio a la mañana siguiente esos limoneros que inmortalizó Machado, hijo de otro de los guardianes de ese museo, más floridos que nunca. Rocío daba para escribir cuatro libros de Cayetana, de la Duquesa, como siempre la llamaba, o de la señora, cuando le exigía a su nieto respeto en aquellas correrías por las estancias, algo que a él, no se sabe por qué,  le volvía la vista hacia San Gil. Lo de la Señora, claro, a la que él siempre llama la Virgen.

Eugenia, la hija de Cayetana, se sobresaltó una tarde, años después, ante la inhóspita visita de esa especie de rata del Palacio que ya crecía y aún seguía visitando tan bello museo que hoy debería abrirse para Sevilla. A ella, como a su madre, le encanta esta ciudad que se genera al rebufo del Guadalquivir  y raro era el fin de semana que no invitaba a una amiga a su casa. Cayetano, a veces, echó de menos una madre, dicen. Lo único cierto es que ni Dolores ni ninguna otra. ¡Mamá, mis camisas que me las planche Rocío! Y a veces era una prenda a mediodía y otra para la noche, y dos más para mañana. ¡Ay, esas Ferias de los ochenta! Y el primogénito, Carlos, vivió unos años en una casita del costado. Y allí sólo entraba Rocío.

Y cuando Cayetana asomaba por esa puerta que Juan, su mujer y sus hijos abrían para ella de par en par en la boca de la Duquesa sólo se escuchaba “dónde está Rocío”. Siempre. Y el día 18 de junio de 1988, esa especie de ama de llaves sin título en la nómina fue invitada por la Duquesa a una ceremonia  a la que declinó asistir por esa humildad que bebió desde que nació años ha en Villarrasa. Se casaba quien ya es Duque de Alba, un gran hombre que hoy, amén de su madre, una excelsa mujer, quizá también recordará a Rocío, la madre de Antonio, Agustín y Pepe. La abuela de Javier. La confesora de Cayetano y de él, la que renegaba de la rebeldía de Eugenia con cariño y sin decirlo, la que siempre habló bien de los señores y de los señoritos. Un tiempo, aquél, que se nos escapa sin remisión.

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