Córdoba-eibar · la crónica

Ya saben lo que espera

  • Una actuación deprimente El Córdoba, demasiado estático y completamente inofensivo en ataque, se estrella ante el Eibar y complica la situación Pañolada final El pésimo espectáculo encrespó a la afición

Al Córdoba no le llega la camisa al cuerpo. Normal, con partidos como el de ayer. Con José González de estreno en el banquillo, el cordobesismo suspiraba por agarrar esa victoria reparadora -de cuentas y de conciencias- ante un rival al que, si pudiera, hubiera elegido sin dudas. Parecía el escenario perfecto para la resurrección, después del impacto del empate en Castellón. El Eibar acumulaba seis meses sin ganar lejos de su hogar. Sin el amparo de Ipurua, la de Manix Mandiola era la formación más deficiente de todas. Y El Arcángel, como siempre, se presentaba con ambiente y ganas de fiesta o, al menos, de alivio.

Era la ocasión, la oportunidad, el momento preciso para dar fundamento a ese mensaje optimista que se lanza al aire pero el que le faltan datos. Pero ni por ésas. El Córdoba se estrelló y sigue convirtiendo el tramo final del campeonato en una tortura vietnamita, una ruleta rusa en la que cada vez hay más balas en el cargador. Los locales abandonaron una de sus señas de identidad más positivas y, por tercera vez en casa, se quedaron sin marcar. Perdieron, claro. Porque el Eibar -que, por cierto, tiene en su nómina de técnicos a Rafael Sedano, ex miembro del staff del Córdoba hasta el pasado verano- sacó partido de su mejor -única- ocasión de gol, un trallazo inesperado desde muy lejos que Codina colocó en la escuadra de Iglesias. Lo de elaborar jugadas de ataque no les correspondía. Les sobró con lo que hicieron. Amarrar y pegar, con fuerza, una sola vez. El Córdoba la pifió en el gol y trató de enmendar la plana con un fútbol machacón, poco imaginativo y fácil de combatir por un Eibar que, si algo sabe, es defender. Lo hicieron desde el minuto uno, y con más razón y estímulo se emplearon cuando tenían ya algo de valor por lo que luchar: un 0-1 que era de oro puro.

Ni Javi Moreno, en el banquillo en el inicio, arregló el desaguisado. El público despidió por primera vez a los jugadores con una pañolada, tras contemplar con abatimiento unos últimos minutos en los que los arreones cordobesistas resultaban poco convincentes. Se produjo una conjura en el error que sembró las gradas de resignación y marchas prematuras. Al Córdoba le aguardan nueve partidos y el desafío de la permanencia será duro. Si no son finales, se le va a parecer mucho.

Llega un momento en la Liga en que la capacidad de sorpresa se considera una excentricidad, un arma de fogueo o un recurso para pirados. Cuando se inicia la cuenta atrás, en esos diez últimos partidos en los que se cuece todo, la gente va a lo que va. Y punto. Todos se conocen a la perfección y saben cómo hacerse daño. A los demás y, sobre todo, a sí mismos. Nadie enseña el cuello por miedo a que se lo muerdan. El Eibar lo hace por pura vocación, por coherencia histórica. Cuando le llaman rey del empate, se le hincha el pecho de orgullo. Cuando sale al campo con tres centrales y dos laterales que no suben ni por casualidad, se siente realizado y comprendido. El Córdoba, con José González de estreno en El Arcángel, se desplegó en el campo llevando hasta los últimos extremos el sentido de la solidaridad que preconiza desde su llegada el preparador gaditano. Los blanquiverdes se aplicaron a rajatabla la consigna de evitar los goles encajados y se afanaron en mantener las líneas pegadas, sin fisuras, con ayudas constantes y paciencia. Una receta distinta, de difícil digestión, soportable sólo si se consigue el resultado apetecido. Un buen peñazo.

González y Mandiola dejaron en el banquillo a sus más reputados goleadores, Javi Moreno y Goiria, en un inesperado consenso por llevar el partido por otros cauces. Quizá menos previsibles y, sin duda, mucho más ásperos. Las grandes novedades se registraron en la defensa, un síntoma curioso en dos conjuntos que aspiraban a la victoria. El Córdoba, de modo imperioso. En el bando local entró Pierini, que cambió la venda por el brazalete de capitán con una naturalidad asombrosa. El italiano se incrustó en el centro de la defensa para abanderar esa misión marcada a fuego por el nuevo técnico en el libreto cordobesista para el final del campeonato: portería a cero. Con esa obsesión salieron todos y ese talante condicionó el partido, que resultó incómodo para la vista pero intenso para los ya alterados corazones de los moradores de El Arcángel.

Con el centro del campo convertido en una estación de metro en hora punta, todo quedaba en manos de la inventiva de alguien, de un chispazo de genialidad, de una apertura a las bandas aunque no hubiera nadie o quien estuviera -caso de Cristian Álvarez- se ofuscara en ofrecer su peor versión. Este panorama rasposo le sentaba mejor al Eibar, aunque el Córdoba, sorprendentemente, parecía hacerle el juego al cuadro armero y no se iba con descaro al ataque. Ni siquiera presionaba. Los azulgranas, ordenados, se encontraban en su partido ideal. Un gol anulado a Asen por fuera de juego en el minuto 32 fue la ocasión más clara. Antes, Yagüe había tirado fuera en una posición forzada. Poca cosa. Más bien nada. El partido se dirigía hacia el cero a cero del modo más natural.

Tras el intermedio, el Córdoba siguió con el toqueteo del balón y la paciente espera de un resquicio, un error rival, una falta o algo que llevarse a la boca en ataque. Y lo que llegó fue un gol de Codina, que agarró un zapatazo desde lejos que sorprendió a todos.

José González movió el equipo y sacó a Javi Moreno y Arteaga en lugar de Arthuro y Cristian Álvarez. La ovación fue la única de la tarde. La vieja guardia acudió al rescate, pero esta vez sin fortuna. Ambos protagonizaron una de las contadas ocasiones en un envío del sevillano al de Silla, quien tras burlar a Cuéllar envió la pelota a Asen, que la cabeceó a dos palmos del poste. Se reclamó un penalti por manos de Aleña a tiro de Asen y el delantero, en los últimos instantes, dejó su sitio a Pineda. Nada reseñable ocurrió. El concierto de silbidos se vio acompañado de una pañolada final. El termómetro del hartazgo sigue subiendo.

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