De libros

El último Mark Fisher

  • Alpha Decay y Caja Negra publican casi a la vez dos ensayos tan lúcidos como crudos del pensador británico

El crítico musical, teórico y escritor británico Mark Fisher (1968-2017).

El crítico musical, teórico y escritor británico Mark Fisher (1968-2017). / d. s.

Casi a la vez se editan en castellano los dos últimos libros del teórico, crítico musical, escritor y editor británico Mark Fisher, cuyo suicidio en enero de 2017 los ha convertido en un abrupto testamento, coloreando irremediablemente la lectura de los ensayos que los componen, entre ellos las páginas sobre su intermitente condición de enfermo mental sujeto a paralizadoras depresiones. Nadie, sin embargo, podrá alimentar aquí morbo alguno, pues lo que comparece, con elegancia, es la lógica íntima de la desesperación política que rezumaban sus escritos, revelándose en el acto los intensos vínculos entre las esferas (cultura popular, hegemonía capitalista, poder y virtualidad revolucionaria) que Fisher siempre sintió interrelacionadas y quiso portadoras de una semilla de cambio, sin por ello caer en vagas utopías.

Asumiendo la condición trágica del ser humano -el hombre es el único animal que no encaja-, Fisher disecciona el terror en el primero de estos libros para extraer, de su reflejo en el arte, dos categorías que precisan de una clarificación, pues lo raro no sería exactamente igual que lo espeluznante. Siendo lo primero lo propio de un collage entre cosas que choca que aparezcan juntas -lo raro describe la sensación ante lo que no debería estar ahí- y lo segundo un traumático careo con lo desconocido -lo espeluznante como representante de la alteridad en tanto falta (falta de presencia o falta de ausencia)-, Fisher perfila ambos conceptos en un recorrido que parte de la subjetividad alterada para arribar a los paisajes de lo absolutamente ajeno en un in crescendo de lo terrorífico.

La erudición de la que hace gala en estos pasajes, sea desgranando el materialismo enrarecido de Lovecraft, las ficciones melancólicas de Welles, los espacios horadados de Lynch -bella reflexión la que aquí se emprende en torno a sus misteriosas cortinas, tenue umbral entre el mundo idealizado y el infierno-, sea ante la poética de Tarkovski o en la descripción de los desajustes entre lo interno y lo externo en obras de Margaret Atwood o Jonathan Glazer, no responde sin embargo a la autarquía onanista característica del experto habitual en el género fantástico. Fisher, de la mano de Freud, Lacan, Deleuze/Guattari o Derrida, encara esta tarea de afinamiento en el análisis de los constructos estéticos de lo siniestro en versión rara o espeluznante con la idea de ofrecernos una mirada oblicua a la naturaleza de estas experiencias en nuestra sociedad.

Esta tarea de perforar a partir de paralelismos y profundizar en las relaciones entre lo real y sus ficciones, entre actualidad y potencia, se explicita en Los fantasmas de mi vida, y no sólo por contener apartados, digamos, autobiográficos. Se reúnen aquí algunos de los textos más justamente famosos de Fisher, muchos de ellos de su etapa de incisivo y esquivo crítico musical, sobrevolados por la difícil misión de rearmar la consciencia de clase en una contemporaneidad de naturalizado inmovilismo y falta de expectativas que el autor calificó, titulando con este sintagma otro ensayo, de "realismo capitalista". Si las feministas Sontag y Kristeva respondieron en su día con un repliegue melancólico a la resaca de sus despolitizaciones, mientras Fischer se mantuvo en el combate no dejó de señalar con ahínco las coordenadas de la debacle de su generación, agarrado con compulsión a una sincera bandera de resentimiento, la instauración del capitalismo posfordista a lo largo de la década de los 80: el cambio de un paradigma socialdemócrata e industrial por otro neoliberal, consumista e informatizado, que no tardaría en cristalizarse, ya en la primera década del siglo XXI, en una única visión posible del mundo. La dimensión de esta metamorfosis la entendería Fisher a la perfección, en toda su crudeza, cuando le tocó en lo más íntimo, al quedar sustituido el modelo prometeico-psicodélico establecido por el post-punk y su entendimiento de la cultura como vivencia intrínsecamente política, por una desviación amnésica de lo popular, adherida a una falsa nostalgia y esencialmente desconectada de esas esferas de la alta cultura que, por ejemplo, un grupo como Joy Division supo hacer accesibles en su día a jóvenes como él, de igual manera que el sueño colectivo de las raves o la contracultura mod habían nombrado a generaciones anteriores un exceso con el que poder resistir en los callejones sin salida de la cultura burguesa.

El extrañamiento y la rarificación de este estado de cosas son los espectros que Fisher convoca más que nunca como aliados (lo que ya no es, pero sigue dentro de nosotros, y aquello que nunca fue y nos mira desde el limbo de lo potencial, deseando poseernos), aquí de nuevo analizado como síntoma de la aciaga deriva de nuestras estructuras socio-políticas. No le pareció mala idea combatir el fuego con el fuego, ya que Fisher, antes de sucumbir a sus demonios (padecimientos en los que siempre influyó, y así lo siguió denunciando, esa contracara del estado depresivo que hace recaer toda la responsabilidad en el sufriente, fruto del déficit biológico o las malas decisiones, obturando la responsabilidad del sistema en un tipo de desarreglos que no han parado de incrementarse), supo advertirnos de los que se escondían bajo la tecnificada apariencia de nuestra sociedad hiperconectada, donde había tenido lugar el peor de los cambalaches imaginables: el trueque del espacio público -lugar de la experiencia común, de su posibilidad y también de su sorpresa- por un cómodo repliegue en lo privado y aislado; allí todo parece marchar justa y simplemente porque ya no queda nada que arriesgar.

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