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Tres tristes triestes

  • Jan Morris compone un melancólico retrato de una ciudad singularísima, marcada por la conciencia de la grandeza perdida

Vista del Gran Canal de Trieste.

Vista del Gran Canal de Trieste. / d. s.

Quienes han escrito sobre Trieste suelen coincidir en sus notas de viaje. Trieste no es tanto una ciudad en sí misma como la idea imprecisa, pero casi perfecta a la vez, de un no lugar. De ahí su melancólica anomalía, el contagio que provoca en quien llega a Trieste de paso y siente que la ciudad también vive bajo un ópalo de tránsito o acaso de interinidad, como si todo obedeciera a una dulce pero incurable enfermedad.

En su libro, Jan Morris define a Trieste como una "alegoría del limbo". Existe el llamado "efecto Trieste": uno intenta escapar del tiempo hacia ninguna parte. Y existe también esta otra cualidad indolora: la triestinidad. Según Morris, obedece a "la conciencia y el anhelo de una diversidad cierta pero indefinible, auténtica cuando se vive en la púdica interioridad del sentimiento, no cuando se proclama y exhibe". Como ciudad hipocondriaca, la indefinición de Trieste se ha convertido en otra patología imaginaria.

La ciudad ha recibido influjos latinos (Italia), eslavos (Yugoslavia) y centroeuropeos (Austria). Claudio Magris, autor esencial para conocer la interioridad de Trieste, prefiere hablar de cultura de frontera. En 1719 Carlos VI convirtió el lugar en puerto franco del Imperio austriaco. El concepto de Mitteleuropa halló aquí su más rico abrevadero sobre el Adriático. Durante años Trieste propició una actividad de libre cambio que quedaría cincelada en su arquitectura civil. Bajo el poder austrohúngaro se convirtió en la perla mercantil de aquel viejo grabado de naciones del K u K: Kaiserlich und Königlich (Imperial y Real).

En 1919, recién acabada la Primera Guerra Mundial, Italia se anexionó Trieste tras la derrota y consunción del Imperio austrohúngaro. Los años de esplendor empezaron a oler a pretérito. Trieste se italianizó a la carrera en menoscabo de la minoría eslovena. En la era fascista Mussolini quiso convertirla en un nuevo puerto imperial (de aquí partieron en 1935 los soldados para invadir Etiopía). Antes, en 1922, el poeta Gabriele D'Annunzio marchó con pintoresco hervor desde Trieste para invadir la ciudad de Fiume, situada más allá del Carso, sobre la disputada península de Istria.

Al cabo de la Segunda Guerra Mundial, tras el nadir de la Italia fascista, Trieste vivió unos años de interregno como Ciudad Internacional, hasta que los yugoslavos de Tito la hicieron suya como parte integral de Istria. La "alegoría del limbo" de la que habla Jan Morris estaba padeciendo su condición de ciudad anómala y equidistante. En 1954 Italia recuperó Trieste para siempre. No obstante, más allá de la rocosidad marciana del Carso, los italianos fueron expulsados de los territorios istrianos y hallaron abrigo y refugio en Trieste (entre ellos la escritora Marisa Madieri, esposa al cabo de Claudio Magris).

Curiosamente, pese a los vaivenes de la historia, Trieste parecía como redimida de toda identidad. James Morris -y no Jan- llegó aquí por vez primera como joven soldado británico en la Segunda Guerra Mundial. Con el tiempo, el anhelo de ambigüedad de Trieste y las íntimas dudas del propio autor hallaron como un consuelo recíproco. La ciudad indefinida era la expresión estética de un deseo oculto. Desde 1972 el exitoso periodista y escritor decidió cambiar de sexo y se convirtió en mujer.

Aparte de su aire mercantil, bajo el entente del Lloyd Triestino, en la capital también existió una época dorada del café, de la ópera, de la cultura. Personajes ilustres recalaron en Trieste y padecieron los efectos del famoso y terrible bora, el iracundo viento del nordeste. Chateubriand sintió que allí acababa la civilización y empezaba la barbarie. Freud fracasó en su estudio sobre ¡la copulación de las anguilas! (no obstante legaría el psicoanálisis a una ciudad de lo más adecuada). Thomas Mann comenzó a pergeñar Los Buddenbrook en su estancia del Hotel de la Ville. Y Haydn dedicó una sinfonía a la ciudad marítima.

Hablar de Trieste es referir las andanzas de James Joyce, asiduo a los bares de la borrachería y las sentinas. En su estancia escribió Retrato del artista adolescente y gran parte de Dublineses y del Ulises. Italo Svevo y Rilke (inspirado por el bora, compuso sus famosas elegías en el castillo del Duino) son otras dos referencias ineludibles. Nativos de este no lugar, atrapados en la cura sin cura de Trieste, Scipio Slataper, Gianni Stuparich o el poeta Umberto Saba son autores que, como el coetáneo Magris, ayudan a explicar en el tiempo en qué consiste, si es que en algo consiste, el efecto Trieste.

De todo ello se ocupa Morris. Su recordatorio de Trieste aflora por entre la tristeza sin mancha y la dulce indefinición: el mar azul, el promontorio del castillo de Miramare, el espejismo de Istria que huye hacia el sur, las agrestes colinas del Carso alrededor... Sentir que se está lejos, como siente la autora, es admirar la nieve ajada por encima del tren que en un momento dado pasa ante los ojos.

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