Cultura

La sugestión del Mal

  • Con su habitual y conmovedor lirismo, Edna O'Brien aborda los horrores de la guerra en una novela inspirada en la figura de Radovan Karadzic.

LAS SILLITAS ROJAS. Edna O'Brien. Trad. Regina López. Errata Naturae. Madrid, 2016. 325 páginas. 19 euros.

En junio de 2008, Radovan Karadzic fue detenido en Belgrado, donde se hacía pasar por curandero en un suburbio de la capital. Tras doce años oculto, el antiguo presidente de la República de Srpska tenía el aspecto de un viejo santón eslavo (luenga barba y cabellera cana) y gozaba de ese oscuro prestigio de quien conoce el misterio de las piedras y el alma curativa de las plantas. En 1997, su lugarteniente, el conspicuo especialista en Shakespeare Nikola Koljevic, se había suicidado tras el fracaso de su utopía racista. Se da la circunstancia, en absoluto menor, de que Karadzic era poeta, además de psiquiatra; y de que el erudito Koljevic comandó el cerco a Sarajevo y la destrucción de su valiosa biblioteca. Sin una decidida poética del odio, es probable que los crímenes que ambos alentaron no se hubieran producido de tal modo. Con estos dos personajes, y muy principalmente con la figura de Karadzic, está construida Las sillitas rojas de Edna O'Brien.

El título de la novela hace referencia al homenaje que se rindió en Sarajevo a las víctimas del asedio. En abril de 2012 se colocó una silla por cada uno de los muertos en el cerco. En total, 11.541 sillas vacías, de un acusado color rojo. O'Brien no hace mención expresa a Karadzic, ni a su lejano compañero Koljevic. Sin embargo, dicha mención se hace innecesaria, considerando los indicios que aporta. También varía el lugar de su detención, trasladando desde un slum de Belgrado a la verde Erín el último acto de su huida. Será allí, en un pequeño pueblo irlandés, donde este hechicero alto, barbado, de fuerte magnetismo, conquiste a una lugareña antes de su detención. Y será tras su detención cuando comience la amarga aventura de la protagonista, estigmatizada por la semilla ardiente del asesino. ¿Qué pretendía, qué buscaba, cuál era la idea germinal de Las sillitas rojas cuando Edna O'Brien comenzó a escribirla? Tras la lectura atenta de sus páginas (O'Brien es una exelente escritora, de un lirismo raudo, conmovedor y sintético), uno tiende a pensar que la autora concibió su obra basándose en una vieja idea de Cervantes, que se ha mostrado abrumadoramente cierta en el XX: nadie sabe nada del corazón de los hombres. Sobre esta idea, devenida certeza, sigue aposentándose buena parte de la perplejidad moderna. ¿Cómo es posible que el Mal, cómo es posible que la crueldad, la insidia, el crimen vertiginoso, no muestren un indicio físico, un signo inadvertido, en quien lo comete?

Lógicamente, dicho tema lleva a las ideologías que suscitan el crimen en gentes de apariencia normal, y cuyas vidas no guardaban relación alguna con la violencia. Sobre este asunto, capital en la historia del XX, y aún del XXI, parece girar la primera parte de la novela de O'Brien. También sobre esa poética de la pureza (la tierra, los pueblos, el alma de la Naturaleza), que con frecuencia ha servido como instigadora última de las masacres contemporáneas y que yace, con terrible certeza, tras la "limpieza étnica" acometida por Karadzic. Sin embargo, esa idea inicial se trasforma, avanzada la obra, en una suerte de redención, que la protagonista halla entre los emigrados de Londres. Como cabe suponer, muchos de ellos vienen huyendo de la violencia en sus países, y han encontrado en la metrópoli un avaro recibimiento, no exento de desprecio. Como cabe suponer, igualmente, alguno de ellos ha sido víctima de aquel santón misterioso que aposentó su magia naturista en un confín de Irlanda. Toda esta parte final de la novela conduce a una vaga concordia entre los emigrantes, cuyo nudo último es la ausencia de un hogar y la herida omnipresente de la guerra. En el camino, sin embargo, se ha perdido aquella sugestión del mal, nuestra incapacidad para verlo o comprenderlo, con que se abrió la novela.

Esta duplicidad, donde el enigma inicial se deslíe en un candoroso multiculturalismo, funciona contra el interés de la obra. Mientras existan poetas que canten a una pureza épica y sangrienta, como Karadzic, sus víctimas caminarán sobre el mundo, llevando consigo el dolor, el miedo y la congoja. Lo segundo es consecuencia ineludible de lo primero. Y es lo primero lo que O'Brien, con su extraordinaria penetración, no ha querido o no ha sabido explicarnos. Por qué su trémula protagonista sucumbió al santón; por qué la pureza, su absoluto deslumbramiento, la ensoñación arcádica, nos dirige invariablemente a la abominación y la sangre.

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