Historia de la imaginación | Crítica

Los fantasmas humanos

  • El filósofo Juan Arnau bucea en la historia de la humanidad para demostrar que la imaginación no es un pasatiempo ni un lujo, sino un puro requisito para ser

El Mito de la Caverna de Platón, según Cornelis van Haarlem (1604).

El Mito de la Caverna de Platón, según Cornelis van Haarlem (1604). / D. S.

A pesar de su renovado prestigio a partir de las revueltas del 68 y las pedagogías alternativas, la imaginación ha sido una de las niñas feas de la historia del pensamiento occidental. Basta con echar un vistazo a las líneas esenciales del discurso filosófico, de Platón en adelante, y apreciar su falta de confianza en los sentidos para entender los motivos últimos de ese rechazo: en su calidad de ficción, de reproducción de imágenes falsas, de proyección de sombras sobre el fondo de una caverna que sólo enmascara y oculta el mundo real, la imaginación nos engaña de modo constante, nos vende apariencias en lugar de lo que deberían ser cuerpos de auténtico valor y, sobre todo, nos extravía con tóxicos reinos de fantasía incapaces de penetrar la esencia profunda de las cosas.

El dictamen de que la imaginación es sólo eso, una imagen, se repite en los apotegmas de platónicos (Plotino prohibió que le retrataran, por no perpetuar la efigie de su rostro, copia de una copia), cartesianos, empiristas y kantianos. Sólo con el advenimiento del Romanticismo, imaginar pasaría a connotar un comportamiento positivo, gnoseológicamente consistente, y ello en relación con la segunda manera de entender nuestra facultad, que es de la que vamos a hablar ahora.

En alguna de las muchas y jugosas monografías que ha consagrado al tema, el especialista en esoterismo Antoine Faivre señala que uno de los rasgos distintivos de esa forma de pensamiento secreta que concibe la realidad como un conjunto de redes simbólicas a través de las que se trasluce la presencia de la divinidad, es, precisamente, la confianza en la imaginación. El término no sólo emparienta con imago, sino también con magnetismo y con magia: en un cosmos surcado de ocultas correspondencias, donde, por ejemplo, las plantas remiten a los planetas, que a su vez aluden a los colores del arco iris, que patrocinan los estados de ánimo o los temperamentos de las personas, y de ahí los tonos musicales o los órganos del cuerpo humano (por no hablar de bestias, días de la semana, países, y un largo etcétera), la imaginación será la encargada de encontrar los vínculos perdidos y atar lo que a primera vista parece remoto y aislado, sin relación entre sí.

Portada del libro. Portada del libro.

Portada del libro. / D. S.

Así, para todo un movimiento subterráneo de nuestra tradición que abarca astrólogos, taumaturgos, místicos y poetas, ella pasará a ser, de aquella consejera inconstante y dañina, eslabón huidizo entre percepción y entendimiento, "una suerte de órgano del alma gracias al cual el hombre podría establecer una relación cognitiva y visionaria con un mundo intermedio, con un mesocosmos, eso que Henry Corbin ha propuesto llamar mundus imaginalis".

En el mismo ensayo que acabo de citar, Faivre denuncia que la historia de la imaginación en Occidente, de su estatuto, está todavía por escribir. Cierto es que han existido tentativas: quizá las más patentes sean las que contienen los diversos ensayos de Patrick Harpur (El fuego secreto de los filósofos) o Gary Lachman, o, más cerca de nosotros, los varios títulos que, comenzando con el seminal El idioma de la imaginación (de 1983), ha dedicado a la cuestión el imprescindible Ignacio Gómez de Liaño. El texto de Arnau que saludamos hoy pertenece a la misma tradición: un intento por reivindicar a esta loca de la casa que hace más hincapié en su valor como potencia creativa, religiosa, vivencial, que en el mero aspecto administrativo que a menudo se le concede como fuente última de los conceptos y las abstracciones.

Más emparentado con Harpur que con Liaño, nuestro autor nos ofrece un recorrido que bebe promiscuamente de la antropología, la filosofía, la mitología, para entroncar con otras de sus producciones anteriores (notablemente la Historia abreviada de la filosofía portátil y La fuga de Dios) y rendirnos una conclusión última: "Las imágenes son para el intelecto lo que los objetos para los sentidos. Los fantasmas humanos, no las cosas, son los criterios de verdad del pensamiento, pues la experiencia propia de la razón discursiva no está constituida por cosas sino por imágenes".

El filósofo, astrofísico y escritor Juan Arnau (Valencia, 1968). El filósofo, astrofísico y escritor Juan Arnau (Valencia, 1968).

El filósofo, astrofísico y escritor Juan Arnau (Valencia, 1968). / Álex Cámara

Siguiendo este principio programático (que suscribimos sin paliativos, como buena parte del resto del libro), Arnau nos invita a una excursión por los principales momentos de la historia de Occidente, con el fin de detectar las imágenes en que el pensamiento humano, siempre el mismo y siempre múltiple, ha hecho cristalizar su ansia por entender. Así, atravesaremos el arte funerario egipcio y los mitos griegos, la primera filosofía presocrática y los vuelos neoplatónicos, pasando por la imaginería (nunca la palabra fue usada por mayor propiedad) de cabalistas, sufíes y gnósticos. Si bien esta parte inicial del conjunto puede suscitar en el lector algo de desorientación o incertidumbre, a partir de los árabes el trazo parece enderezarse: será la teoría del entendimiento agente de Averroes y, sobre todo, el legado de Avicena e Ibn Arabí los que aclaren el papel crucial reservado a la imaginación como intermediaria entre el mundo inteligible y el sensible, puesto en que los románticos europeos la entronizarán sin ambages.

Arnau cierra su obra con un lamento y una advertencia. La imaginación nos es necesaria, como él dice, para maridar cielo y tierra, hombre y universo, razón y sensualidad y el resto de dualidades que nos vertebran; si se atiende sólo a uno de los extremos (como hacen el cientificismo y el materialismo de nuestros días), corremos el peligro de caer en ese mundo deshumanizado, profano en el peor sentido de la palabra, del que ya alertaba Eliade. La imaginación no es un pasatiempo ni un lujo: es un puro requisito para ser.

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