Muere Javier Marías

En la definitiva niebla

  • Marías siempre estuvo empeñado en decir la verdad, y eso no se lo perdonaron muchos

Javier Marías.

Javier Marías. / Andrea Comas / Reuters

Quien casi siempre se dejó fotografiar envuelto en el humo neblinoso de un cigarrillo no podía morir sino por causa de una afección pulmonar. Escritor público durante medio siglo, llevaba casi treinta publicando columnas semanales cuyos lectores se cuentan por legión, cuyos detractores iban en aumento. Al igual que su padre, el añorado Julián Marías, siempre estuvo más empeñado en decir la verdad que en agradar al Agamenón de turno, y eso no se lo perdonaron muchos en esta tierra de porqueros llamada España. Como para tantos que empezaban la lectura del suplemento semanal por la última página, la de su columna, se ha apagado uno de los pocos faros que alumbraban bien lejos para guiarse entre las desquiciadas, y desquiciantes, aguas contemporáneas. Como algunas veces escribió, a propósito de quienes se le fueron muriendo a lo largo de su vida, desde hoy uno se preguntará, con la tristeza de quien cada día se encuentra más a la intemperie, ¿qué habría dicho Javier Marías de esto?, y lo buscará en vano entre las páginas del denominado periódico independiente de la mañana.

Más allá de su faceta ciudadana (siempre distinguió entre el ciudadano que escribía u opinaba en periódicos y el escritor de ficciones) la honda impronta que deja en la literatura española es la de un escritor único. Diferente a todos, un Curro Romero de las letras. Su literatura no surgió de la nada, pues su propósito siempre fue claro y logró lo que Juan Benet, su gran maestro, se había propuesto con su prosa pero jamás alcanzó: volcar el gusto del lector medio español hasta hacerlo disfrutar de la alta literatura, más allá de la de mero entretenimiento. Marías, junto con otros contados escritores de su generación, puso a la literatura española de finales del siglo XX a la cabeza de la europea y aun occidental, algo que tienden a olvidar algunos nuevos escritores que pronto se han acomodado a viejos tópicos hispanos y rehúyen de su exigencia literaria y prefieren abrigarse con el cursi y rancio estilo de la que Marsé llamó “prosa sonajero”. El éxito internacional de Javier Marías generó una cascada de detractores de su estilo, que se quedan en su cáscara, en esos ciertos manierismos que todo escritor con estilo arrastra (y que al principio le fueron muy alabados, ojo), porque no alcanzan a llegar al verdadero meollo de su literatura: una profunda y radicalmente nueva apuesta por una narrativa que encare los asuntos capitales de la vida humana, ese torso de la vida que ocupa su centro (la parte del iceberg que no se ve), del que nunca o casi nunca se cuenta pero constituye el eje de la vida misma. El valor esencial de la obra de Marías no está en sus reconocibles ritornelos, ni en sus digresiones ramificadas sin aparente fin, ni en sus tramas sin apenas sucesos o personajes. El valor radical de las novelas de Marías está en su indagación sobre cómo afecta lo que se cuenta y lo que no se cuenta a la propia vida y a las de quienes nos rodean; en analizar si conviene callar para seguir viviendo, y conviviendo; en si es equiparable el silencio a la mentira; en pararse a pensar que, aunque los muertos sobrevivan en la vida de los vivos, no sabríamos cómo asumirlos, conllevarlos en nuestras vidas, si en verdad revivieran fuera de nuestros recuerdos. Y en tantas reflexiones más que inundan sus novelas, protagonizadas casi todas por un narrador cuya mente nunca descansa (ni deja descansar a sus lectores) y va enhebrando las sucesivas ramificaciones de su pensamiento en las infinitas posibilidades y conjeturas en que la vida humana se plantea, en ese tiempo indeciso (así se titula uno de su mejores relatos breves) en el que todos los caminos parecen abrirse ante quien debe decidir mientras la arena del reloj, o sus manecillas, parece no caer, no avanzar, detenidas, arena y manecillas, inexplicablemente mientras el tiempo, sin embargo, avanza. La narrativa de Marías, como la de todos los grandes, empezando por Cervantes, no para de darle vueltas a la vida, para explicárnosla, explicársela, mientras la va contando.

Ahí, en esas indagaciones sobre el lado oculto, lo que cuenta pero nunca se cuenta de la condición humana, sobre aquello que apenas nos planteamos pero sustenta nuestra cotidianidad, es donde radica el valor de su obra única, distinta del resto. Un cuestionamiento de la consistencia íntima de la vida humana hecho desde la ficción, no desde el ensayismo o la filosofía, quizá porque sólo desde aquélla, como tan pronto y bien viera el filósofo Julián Marías, la vida pueda conocerse y contarse como lo que es: un asunto profundamente novelesco, que se va haciendo conforme se va viviendo, que va dando cuenta (de ahí el relato, la ficción) y razón de sí misma conforme avanza y que sólo adquiere pleno sentido cuando se acaba, y se adentra en la definitiva niebla, y se acaba de contar.

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