Cultura

El genio crítico

  • 'ROBERT SCHUMANN. HOMBRE Y MÚSICO DEL ROMANTICISMO'. Martin Geck. Traducción de Clara Corral Martínez. Alianza Música. Madrid, 2015. 304 páginas. 22 euros.

Desde el Renacimiento, hay un concepto que ronda la cultura europea y que adquirirá una desmesurada corpulencia cuando comience el siglo XIX. Dicho concepto no es otro que el de genio. Entonces serán Goethe, Napoleón, Beethoven, Byron, etcétera, quienes le otorguen ese aire trémulo y despeinado con el que, todavía hoy, se nos ofrece la imagen arquetípica o banal de la genialidad. Robert Schumann fue uno de aquellos jóvenes excepcionales, heredero de herr Ludwig, que canibalizó la cultura de su tiempo al modo sentimental. No como una cabeza irónica y empelucada del Setecientos, sino a la manera sinfónica, medular y ardiente de quien se consume en su propio fuego.

Hay que decir que el fuego de Schumann es, como el de Hölderlin, la locura. Buena parte de su edad madura se consumirá en una lucha agotadora con sus alucinaciones y delirios. Schumann, en cualquier caso, no es sólo una cabeza fértil e impulsiva; es también, y de un modo prominente, una cabeza ordenada. Uno de los grandes aspectos del Romanticismo fue, no aquel vasto desorden de los elementos, aplicado a la música y a la poesía. En contra de lo que pueda pensarse, el Romanticismo es un atajo para elucidar lo inexplicable. La inteligencia crítica de Schumann y su alta calidad literaria operan en este sentido escrutador y sistemático. Sus críticas musicales -o su posición política- son una muestra de la razón dieciochesca aplicada ya, no a la felicidad del hombre, sino a la viva opacidad del mundo. Que Schumann, además, fuera un poeta amoroso no hace sino abismarlo en la mayor de las simas abierta por el joven Werther.

El gran acierto de Martin Geck en este excelente libro de cultura es el de enhebrar la la obra de Schumann con su vida, hasta hacerlas solubles en su propia época. No se trata, por tanto, de un caso de determinismo. Se trata, de muy diverso modo, de alumbrar al hombre con su música, y a ambos con las luces de su siglo. Recordemos que a Kant sólo es posible imaginarlo a la luz parpadeante de una vela.

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