De Libros

Para una dialéctica sumergida

  • Kim Stanley Robinson firma la primera gran novela del Antropoceno en 'Nueva York 2140', una abrumadora revisión crítica del orden capitalista en sus claves medioambientales que abre puertas inusitadas a la ciencia-ficción

El escritor estadounidense Kim Stanley Robinson (Wakegan, Illinois, 1952).

El escritor estadounidense Kim Stanley Robinson (Wakegan, Illinois, 1952). / D. S.

Afirmó en su día Philip K. Dick que la ciencia-ficción proporciona la lectura más creativa porque sólo este género es capaz de trasladar al lector a otro mundo. Para el autor de Ubik, la materia prima de la ciencia-ficción no es la conquista del espacio, ni los viajes en el tiempo, ni los alienígenas, ni siquiera las vías hipotéticas del desarrollo científico imaginados con febril querencia especulativa. No, todos estos elementos son meros adornos: lo que distingue a esta escritura no sucede en sus dominios, sino en la mente del lector, la sospecha de que lo que está interpretando no se corresponde con las herramientas de las que le provee la experiencia, de que tiene que dar un salto a un contexto desconocido.

Por lo tanto, un (buen) escritor de ciencia-ficción no necesita acudir a universos paralelos ni a criaturas fantásticas de otras galaxias: le basta una cafetería o una pensión de carretera, por ejemplo, para llevar al lector a ese otro mundo. Seguramente por esto, todavía parte de la crítica más o menos especializada se resiste a reconocer a Kim Stanley Robinson (Wakegan, Illinois, 1952) como el gran maestro de la ciencia-ficción que es: y es que, ya sea a la hora de describir la terraformación marciana en su tolstoiana Trilogía de Marte, de articular una historia alternativa a partir de la desaparición del 99% de la población europea en el siglo XIV a causa de la peste negra en su fabulosa ucronía Tiempos de arroz y sal (seguramente su mejor novela, una odisea que abarca siete siglos de ficción pura en diez relatos independientes) o de poner todos los puntos sobre las íes a la búsqueda de planetas habitables más allá del Sistema Solar para la salvación de la especie humana en su conmovedora Aurora, Kim Stanley Robinson (quien, por cierto, dedicó su tesis doctoral a Philip K. Dick) escribe siempre sobre este mundo: el nuestro, el que conocemos. De modo que al lector sí le sirve su experiencia, y de qué manera, para asomarse a sus libros y salir airoso.

La novela se sustenta esencialmente en dos ideas: rabia y esperanza

La cuestión, entonces, es si Robinson escribe ciencia-ficción u otra cosa; y la respuesta, sin contradecir a Philip K. Dick (al cabo, hoy no podemos decir lo mismo sobre el género que antes de 1982), es que la ciencia-ficción nos permite a estas alturas explorar sus territorios sin tener que traspasar límites genéricos. Que da lo mismo escribir sobre este mundo u otros cualesquiera, porque lo único que aporta identidad y existencia a los mundos es (y esto ya lo dejó bien claro Stanislaw Lem) nuestra experiencia. Lo curioso es que Robinson escribe ahora sobre el presente de manera rabiosa y desde una preclara toma de posiciones en una obra ambientada en el siglo XXII: Nueva York 2140 es una novela política que indaga de forma implacable en los vínculos que comparten hoy capitalismo y cambio climático, en un escaparate servido a corto plazo. Tal es su intención política que podemos considerarla como la primera gran novela del Antropoceno. Y sí: hablamos de la mejor ciencia-ficción.

La Nueva York de Kim Stanley Robinson es una ciudad caótica, sumergida en gran parte tras los estragos del cambio climático. La crecida del mar a cuenta del deshielo en el Ártico ha convertido la urbe en una Venecia imprevista sometida además a múltiples tormentas y fenómenos naturales periódicos cuyas víctimas se cuentan por miles. Para el autor, sin embargo, el cambio climático no es sinónimo de apocalipsis: las nuevas condiciones de vida han provocado la aparición de diferentes clases sociales que se distribuyen sobre y bajo el nivel del mar a tenor de un mercado inmobiliario que ha sabido adaptarse con eficacia a las circunstancias. Con un aparato científico descomunal, Robinson describe con precisión matemática los procesos que condujeron desde la crisis de 2008 (a la que se hace referencia constantemente) hasta la actual situación de supervivencia agónica, pero no hay en su ánimo una pizca de advertencia ni de amenaza del tipo os lo dije: en alguna entrevista reciente apuntaba el escritor que su novela se sustenta esencialmente en dos ideas, rabia y esperanza, y es aquí a donde conduce su relato de manera firme.

El autor critica tanto el ideario ecológico que el marxismo adoptó en los 70 como el credo liberal

Donde más ilustrativa se revela Nueva York 2140 es en su empeño en clarificar que ya no podemos desligar las políticas dirigidas a mitigar y corregir el cambio climático de una lógica capitalista que ha optado por eliminar sin miramientos a los agentes intermedios. En este sentido, quien quiera encontrar aquí una crítica a la doctrina liberal podrá despacharse a gusto, pero resulta significativo el modo en que Robinson, un autor singularmente respetado por intelectuales marxistas dentro y fuera de Estados Unidos, lanza sus dardos contra ciertas convicciones relativas al ecologismo que la ideología marxista hizo suyas especialmente a partir de los años 70: así, si en sus orígenes el marxismo consideraba el medio ambiente un elemento a conquistar dentro de su actividad transformadora de la realidad, posteriormente adoptó un criterio de pureza y preservación contra el que Robinson (como ya hiciera en su Trilogía de Marte) descarga todo su armamento sin muchos reparos. En una época suficientemente globalizada, Nueva York ofrece al lector la imagen perfecta de un mundo siempre cambiante y en continua metamorfosis per se, ajeno a cualquier postulado de preservación: a la especie humana, que ha sido capaz de desarrollar la tecnología apropiada, le corresponde la misión de conducir la nave al mejor de los puertos posibles. Aunque sea para corregir sus propios errores. Así, de paso, Kim Stanley Robinson propone una mirada dialéctica, y no mecánica, a la misma realidad.

A través de una galería de personajes bien diversa (con creaciones geniales como Mutt y Jeff, dos parias secuestrados inspirados en Esperando a Godot, a la que se refieren literalmente; por cierto, Samuel Beckett se reserva una aparición espectacular en el generoso entramado de citas), Robinson, un estadounidense más ligado a la Costa Oeste, rinde un cálido tributo a una Nueva York que hace suya cual Dublín en manos de Joyce. El final de la novela es lo suficientemente hermoso como para excitar el deseo de vivir aquí.

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