Guerra y trementina | Crítica

Pinceles y cañones

  • El belga Stefan Hertmans recrea en esta novela la vida de su abuelo, una historia paralela a las grandes convulsiones del siglo XX

El escritor belga Stefan Hertmans (Gante, 1951).

El escritor belga Stefan Hertmans (Gante, 1951).

Conocimos hace unos años a Stefan Hertmans (Gante, 1951) por su libro Ciudades (Pre-Textos). A modo de un grand tour, pero en versión posmoderna, el autor belga nos ofrecía un personal ensayo sobre distintas ciudades del mundo. Su mirada intentaba escrutar lo que se escondía bajo el revoque de las aglomeraciones humanas, mezclando con un estilo personal la literatura de viajes y el relato filosófico.

No conocíamos, no obstante, la faceta de Hertmans como novelista, si bien se le considera hoy uno de los escritores en lengua neerlandesa más importantes. Guerra y trementina, la novela que ahora tratamos, viene a ser más bien una pesquisa, una indagación en la memoria familiar, pero que revierte, como llaga propia, sobre la dolorosa crónica europea del siglo XX.

Por medio de un recurso narrativo ya clásico (la lectura de unos cuadernos escritos por un personaje fallecido, en este caso el abuelo Urbain), el autor recompone años después la historia de una familia de menestrales de la región de Flandes. Las vicisitudes del amor, la Gran Guerra del 14 y la afición por la pintura son parte de la urdimbre narrativa, que nos adentra también en los usos de la sociedad belga de antaño, en la que ya afloraban los recelos entre flamencos y valones. Pero, como queda dicho, todo gravita en torno a la figura del abuelo Urbain.

En lo relativo al amor conyugal, conoceremos el dolor que siempre pone a prueba los límites de la condición humana. La pintura le servirá al abuelo Urbain como alivio y, mayormente, como resignación, aunque nunca aspirará a ser un artista de nombradía. En gran parte Guerra y trementina remite al atroz estruendo, a la ópera bárbara y aniquiladora de la Gran Guerra, que marcará en esta familia flamenca, como en tantas y tantas otras, un antes y un después en el devenir de sus vidas. Ni siquiera la otra vasta ración de barbarie, desatada por la Segunda Guerra Mundial, disipará la mella que para la memoria colectiva de los belgas supuso 1914.

La zona oriental de Flandes, triturada bajo la zahúrda de las trincheras, fue uno de los peores escenarios del conflicto. En octubre de 1914 el ejército belga logró frenar a los alemanes, volcados de inicio en su teutónico concepto de guerra relámpago (la Blitzkreig). Sucedió en los meandros del río Yser. Más tarde la casquería tendrá lugar de forma general y escalonada en las batallas de Ypres, que incluirá el horroroso epítome de Passandaele, pero ya en el invierno de 1917-1918.

Aunque no como propósito, más bien como aliciente añadido, la novela ayuda a entender de dónde vienen los lodos nacionalistas en Bélgica

A través de lo escrito en sus propios cuadernos sabemos cómo sobrevivió el soldado Urbain a todo aquello. Fue condecorado por la reina como soldado valeroso, ejemplar, si bien la guerra le inoculará después, como a otros miles de supervivientes, los signos evidentes de una degeneración mental. Muchos años después el nieto de Urbain, a la sazón el propio Stefan Hertmans, querrá revisitar los escenarios descritos por su abuelo.

Pero todo ha cambiado. Hoy la zona antaño hollada por cráteres, tocones, alambradas y trincheras transmite una "paz vulgar". El urbanismo ha profanado el paisaje de la guerra y lo ha suplantado por estampas de la simple vida burguesa. El recuerdo apenas si sobrevive más allá de algún que otro monolito o recordatorio a los muertos. Y lo mismo ocurre cuando el autor recorre el ribazo del río Yser, con su diabólico curso en forma de sierpe, que provocó que belgas y alemanes se mataran angustiosamente a un lado y a otro de la orilla. Como escenario de rutina el presente impone ahora su lógica anodina. Hertmans no reclama la tragedia ni quiere convertirse en un turista de la guerra. Pero sí siente cierto fastidio por la nula evocación que hoy se cierne sobre los parajes en los que tanto padeció su abuelo.

Decíamos antes que Guerra y trementina muestra la tensión existente entre flamencos y valones francófonos. La guerra evidenció la fractura. El linaje del abuelo Urbain respondía al prototipo neerlandés de las clases humildes, en las que el catolicismo, en su versión más piadosa (incluso beatona), formaba parte de un estilo de vida que intentaba sobreponerse a la tutela y la sumisión. Por el contrario, la minoría valona mostraba su altivez. En el curso de la guerra su prurito de superioridad calaba en la alta oficialía en menoscabo del soldado raso flamenco.

Como sabemos hoy, el relato político entre flamencos y valones ha dado un giro absoluto. Valonia, de tradición obrera e industrial, unida al influjo de sus élites, quedó frenada en su desarrollo a lo largo del siglo XX. Al contrario, Flandes, que hoy cuenta con partidos radicales xenófobos, fue emergiendo como motor económico. Nada que ver con el cuadro de humildes y sumisos flamencos que Hertmans nos ofrece por la parte familiar que le toca. Guerra y trementina, como aliciente añadido (pero no como propósito), nos ayuda a entender de dónde vienen los lodos nacionalistas en Bélgica.

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