LAS ESPECIAS | Crítica

El corazón del mundo

  • En 'Las especias. Historia de una tentación', excelente libro de cultura, se recoge la compleja malla ideológica que cristaliza, a lo largo de los siglos, en la búsqueda y la consecución de las especias

La Adoración de los Magos. Pedro Pablo Rubens. 1628-1629

La Adoración de los Magos. Pedro Pablo Rubens. 1628-1629

Este es un libro bien ideado y bien escrito, cuya mayor virtud reside en formular una pregunta obvia: por qué, durante milenios, los hombres arriesgaron su vida y su hacienda para procurarse especias. Cuando Marco Polo, desde la cárcel de Génova, y por mano de su escriba Rustichello, relata su formidable expedición a Extremo Oriente, no hace sino seguir una senda, un "olor", un rastro secular, que dirigía sus pasos hacia las tierras del Preste Juan y los remotos ríos nacidos, uno por cada punto cardinal, en el Edén veterotestamentario. Por otra parte, el propio concepto de "especia" es un concepto difuso, que atiende más a su valor de cambio que a su naturaleza específica; de modo que cuando hablamos de especias, como nos advierte Turner, nos hallamos en un ámbito donde, a la indefinición de la mercancía, debe unirse el propio carácter, entre ilusorio y mítico, que hizo de las especias un bien escaso y apreciado, y cuyo valor no era sólo un valor suntuario, vinculado a la gastronomía: también, y de modo inextricable, las especias eran un agente principal en la medicina y una forma antiquísima, común a muchas culturas, de honrar a los dioses.

Como es lógico, el descubrimiento de América no puede deslindarse de esta antigua avaricia de la especiería, que tiene en Colón y en el desdichado Magallanes sus nombres principales. Una avaricia que buscaba sortear el camino del Este y la intermediación de los mercaderes mediterráneos, y que será el germen, como ya sabemos, de aquellos dos pavorosos holdings que fueron las compañías inglesa y holandesa de las Indias orientales, que tan lujosamente salen retratadas -a la holandesa, me refiero- en Veermer. Este primer reparto del mundo, obrado por españoles y portugueses, no hacía sino sustituir la ruta de la especiería de los árabes, que unía el Índico con Europa a través del Mar Rojo. Ruta que, a su vez, los árabes habían usurpado a los romanos, y éstos a los pueblos que, desde la Antigüedad, habían comerciado con la costa Malabar y, en suma, con toda esa vastísima porción del Asia que abarca la antigua Cochinchina, las islas de Ceilán, Sumatra, Java y Borneo, incluyendo a las remotísimas islas Molucas (pero esto fue mucho más tarde) donde nace el misterioso clavo.

Es esta misma antigüedad del comercio con las especias, ya muy avanzado en el Egipto de los faraones, pero que ocupa una parte muy destacada en el lujo y el refinamiento romanos (lujo y refinamiento que no sólo cabe adjudicar a la cocina de Roma, vagamente intuida por el De re coquinaria de Marco Apicio), sino que debe entenderse como un elemento sustancial, también en lo religioso, de aquel mundo. A lo cual debe añadirse un característica subrayada por Turner -el exotismo- que acrecentó su prestigio durante siglos, pero que en el XIX ya operaba en su contra: el antiguo prestigio de lo oriental había devenido lugar de lo terrible, lo bárbaro y lo innominado.

Al valor de lo exótico, al prestigio social de esta búsqueda, había que añadir su carácter medicinal y su antiquísimo halo religioso

En este sentido, cabría señalar una extraña y significativa omisión de Turner, cuando trata de demostrar, con indudable éxito, el sustrato religioso que acompaña al comercio de especias desde sus orígenes. Después de señalar las menciones a la especiería en al Génesis, el Apocalípsis, el Cantar de los cantares, etcétera; después de exhibir una erudición solvente y oportuna sobre otras religiones de la Antigüedad y su apetito por las especias; después de destacar, no sin ironía, el desprecio de la Protesta por dichos productos, al tiempo que dominaba su comercio mundial...; después de todo eso, repito, viene a nuestra cabeza una imagen que resume espléndidamente algunas de estas ideas de Turner, y que es muy común para el europeo del sur: me refiero a la adoración de los Magos, mencionada en el Evangelio de Mateo. Ahí, no es sólo el tributo a un Dios niño lo que se escenifica; es también la sabiduría del mundo Antiguo: la Astronomía, la ciencia médica, los conocimientos arcanos de Zoroastro, la suntuosidad oriental de aquellos monarcas errantes (¿pero eran monarcas? ¿Y eran tres los reyes que Marco Polo vio enterrados en Persia, cada tumba con su modesta cúpula?), lo que se expresa en esa ofrenda nocturna, guiada por una estrella, y que se sustancia en el aroma lenitivo de la mirra, en la espiritualidad del incienso, en el poder hipnótico del oro.

Digo todo esto, no en demérito del libro, al que no le hace falta aducir más ejemplos de los que ya incluye. Sí lo señalo, no obstante, porque en esta omisión, esta presencia/ausencia fantasmagórica, cabría adivinar la condición de australiano del señor Turner, ciudadano de los antípodas, y por tanto no tan habituado a la figuración y al rito como la Europa mediterránea y especiada que aquí retrata.

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