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La Pascua del tiempo

  • Acantilado recupera 'Loxandra', una novela de María Iordanidu que retrata la diáspora de la población griega en Estambul y otros puntos de Asia Menor

El puente de Gálata de Estambul, a principios del siglo XX.

El puente de Gálata de Estambul, a principios del siglo XX. / Jesús Marín

Como María Iordanidu, la autora que hoy tratamos, hubo otros escritores que formaron parte de la diáspora de la memoria griega en Asia Menor. Algunos de ellos dieron voz a la llamada Generación de 1930, como Giorgos Theotokas, autor de Leonís, novela que evoca su infancia en Constantinopla. Otro caso aparte fue el de la periodista y escritora Dido Sotiríou. En Tierras de sangre, que rememoraba la Turquía híbrida del mar Egeo, narró también los albores y consecuencias de la guerra (1919-1922) entre el ejército griego ocupante y las fuerzas del tenaz Mustafa Kemal (a la sazón el futuro Atatürk).

Aquella matanza, poco o nada conocida, acabó en 1923 con un formidable intercambio de poblaciones turcas y griegas. Ambas caravanas tuvieron que partir a sus naciones respectivas, en cuyo ámbito fronterizo, alterado y otra vez fijado tras la Gran Guerra, no habían nacido ni se habían criado como naturales del lugar. Aquel trauma lo recordarían los griegos turcos expulsados de Asia Menor como el año de la catástrofe. Y lo mismo ocurrió con los turcos tracios llegados a Anatolia desde confines búlgaros, griegos y macedonios.

María Iordanidu (Constantinopla, 1897-Atenas, 1989) pasó su niñez bajo la brisa no siempre acariciadora del Bósforo. La Primera Guerra Mundial la sorprendió de vacaciones en el Mar Negro y la obligó a permanecer en Rusia, que vivirá otro fabuloso embate de la historia. Hasta 1919 no pudo partir a la nueva Grecia. Coqueteó con el comunismo y, más tarde, padeció las calamidades propias de la siguiente hecatombe mundial. Con esa pasta que otorga sufrir en tiempos aciagos, nuestra autora sobrevivirá a la inmediata posguerra y al devenir del tiempo.

El caso es que Iordanidu fue testigo de una auténtica vida de novela: la suya propia. Por eso, animada por quienes la conocieron, se decidió a sus 65 años a escribir el presente testimonio. En realidad, esta popular novela que tanto leen los griegos de hoy es más bien una celebración pascual de la memoria y la añoranza. Nos situamos en la Constantinopla de finales del XIX e inicios del XX. Todo, absolutamente todo remite a la figura sin par de Loxandra, abuela de la autora, quien ejerció de socarrona matriarca sobre la familia.

Hoy por hoy, la mermada minoría griega en Estambul apenas si da signos de presencia (recordemos que Petros Márkaris, estambulí de origen, sí habló de ella en La muerte de Ulises y en Muerte en Estambul a través de la popular saga de su comisario Jaritos). Como decíamos, Loxandra viene a ser un canto festivo a la grecidad de aquella Constantinopla ya extinta. Revivimos un tiempo hoy escindido, el de los últimos griegos que habitaron con sus usos y costumbres, sus filias y recelos, los viejos barrios de Makrojori, Tatavla, Fener o Pera a un lado y a otro del Cuerno de Oro.

Igual que para un griego de Estambul exprimir una granada significaba en Año Nuevo o en las bodas abundancia y prosperidad, Loxandra viene a ser la preciosa granada del recuerdo. De ahí esta estampa de época, este orfeón formado por aquellos griegos del Bósforo, hijos tardíos al cabo, sombra y espectro de los bizantinos que alumbraron el mito de la Roma de Oriente.

La abuela, siempre rezongona, siempre vital, no hace sino encomendarse a su venerada Virgen de Baluklí. Aunque recela de los turcos como griega de pro, también se amista con ellos cuando los hogares de Constantinopla revelan su paisaje y su paisanaje de rutinas y labores. El zumbido alegre, la vidilla caudalosa y popular sobrevive siempre a los negros episodios que de vez en vez oscurecen la epifanía de vivir.

Blasco Ibáñez, quien viajó a Estambul en 1907 (sin saberlo fue coetáneo de la abuela Loxandra y testigo también de la revolución de los Jóvenes Turcos frente al sultán Abdülhamit), hablaba de los perros callejeros que veía ladrando y holgazaneando por todo lugar. Constantinopla era una auténtica república perruna. En la novela de Iordanidu los cánidos están muy presentes como mascotas de aquel tiempo.

Por otra parte, el día a día en la casa de Loxandra no se entiende sin la atención debida a los asuntos culinarios. Igual ocurre con las festividades religiosas, como el Día de la Ortodoxia, la fiesta de los Tres Jerarcas o la bienvenida a Basilio el Grande, quien por Año Nuevo visita las casas griegas de Constantinopla con su gran saco de juguetes. La nieta Ana, cuyas andanzas aparecen al final de esta memoranza, es en realidad la propia María Iordanidu. La abuela Loxandra no vivirá más allá de 1914. Por fortuna no tendrá que sufrir la Primera Guerra Mundial. Ni la citada guerra greco-turca de años después. Ni el intercambio de poblaciones entre griegos y turcos, que impondrá su gran tajo para las generaciones venideras.

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