Cultura

Nihilismo

  • 'LA ISLA DE LOS CONDENADOS'. Stig Dagerman. Trad. Carmen Montes Cano. Sexto Piso. Madrid, 2016. 296 páginas. 22 euros.

Un lustro de dedicación febril le bastó al sueco Stig Dagerman para dejar, en la segunda mitad de los 40, un rastro excepcional en forma de novelas, ensayos, artículos u obras de teatro, publicados por un veinteañero que colaboraba en las revistas anarquistas, aunaba la agitación política con el interés por los experimentos formales del modernismo, y abandonaría la literatura con la misma radicalidad con la que se había entregado a ella, antes de poner fin a su vida con sólo 31 años. Ese silencio último lo rompió con un breve e impresionante ensayo o testamento titulado Nuestra necesidad de consuelo es insaciable, disponible en el catálogo de Pepitas de Calabaza. También en castellano podemos leer las crónicas a pie de calle -Otoño alemán (Octaedro)- que Dagerman envió desde la devastada Alemania de la posguerra, una selección de sus cuentos -Un hombre desconocido (Nórdica)- y ahora, gracias a Sexto Piso, la que fuera su segunda novela, considerada por los críticos su obra maestra.

Narración difícil, angustiosa, oscura en todos los sentidos, La isla de los condenados (1946) presenta a siete náufragos que aguardan la muerte en un paraje desierto en mitad del océano. Desesperados, progresivamente embrutecidos, los supervivientes describen los padecimientos derivados de la sed o las heridas a la vez que evocan tortuosas escenas de los pasados respectivos, en un relato sombrío, opresivo, alucinado. La poética del absurdo, la atmósfera kafkiana, el irracionalismo surrealista y una inquietante complacencia en la crueldad, dan el tono, ciertamente desolado, de una escritura brillante que fluye o se desparrama más allá de todos los límites. Es inevitable relacionar ese tono con el momento histórico en que fue redactada la novela, cuando la conciencia plena de los horrores de la guerra había imbuido de pesimismo cualquier pensamiento acerca de la fraternidad o los valores de la civilización, pero la descarnada fábula de Dagerman tiene una fuerza intemporal que trasciende el contexto no expreso para ofrecer un perdurable retrato de lo peor de la condición humana.

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