Muere Andrea Camilleri

Camilleri hacia la niebla

  • El autor italiano, uno de los máximos exponentes de la novela negra en el mundo, fallece a los 93 años tras un paro cardíaco. 

  • Fue el creador del comisario Montalbano.

Andrea Camilleri, en una imagen de 2010.

Andrea Camilleri, en una imagen de 2010. / Efe

No sé por qué, pero al pensar en Camilleri, que falleció este miércoles a los 93 años en Roma, en su humorismo fino y cultivado, he recordado a otro autor italiano de novela negra: Scerbanenco. Scerbanenco era nativo de Kiev, pero vivió en Milán desde su adolescencia. Esto es, era un italiano del norte industrial, mientras que Camilleri fue el demorado retratista de un sur, cuya significación no era sólo geográfica. En Camilleri esplende, pues, a la manera de un dilatado crepúsculo, la tierra siciliana. Lo cual implica, para cualquier lector, ciertas sombras vinculadas al crimen que resultan obvias. Y sin embargo, en Camilleri no hay tragedia. O se da con una carencia de énfasis que dificulta cualquier atribución a la operística italiana. De ahí la inicial asociación, digamos involuntaria, con Scerbanenco. En Scerbanenco, cuya hora de triunfo llegó en los 60, hay drama y hay un tono aleccionador, una enseñanza moral, que sólo muy lateralmente hallamos en Camilleri.

Permítaseme, por otra parte, centrarme en esta parte policial, en la Sicilia del comisario Montalbano, que no agota ni explica la totalidad de su obra. Sí explica, no obstante, cierta tradición insular -pienso en sus paisanos Sciacia y Lampedusa-, que exponen el sino trágico del hombre y del mundo bajo una solemne y discreta inmovilidad. Ese es, probablemente, uno de los atractivos, de las similitudes vitales, que Camilleri encontró en el demediado senequismo de Pepe Carvalho. Y hemos escrito demediado porque, junto a la compunción del alma, en Carvalho y en Montalbano está la alegría feroz, radicalmente mediterránea, de la re coquinaria de Marco Apicio. Esto es, la ciencia de los fogones y el dulce sabor del vino. Lo cual equivale, por otra parte, a presentarse como herederos, como legatarios irónicos de un mundo antiguo.

En Carvalho y en Montalbano están la ciencia de los fogones y el dulce sabor del vino, la alegría feroz, mediterránea

Hace ya un siglo, Huizinga se quejaba de la incomprensión de los historiadores del norte sobre lo que pudieramos llamar la forma de vivir latina. Si pensamos en Gregorivius, en Heine, en Winckelmann, en Ranke, en el propio Julius Norwich, tan fascinado por los papas, vemos que ese precipitado natural del ocio y la melancolía, que esa gravedad no exenta de ligereza, de burla, de carnalidad, escapa a las honestas cavilaciones de nuestros vecinos septentrionales (no a todos, como es obvio), sin que acabe de resolverse el enigma. Y es en ese pliegue donde Camilleri quiso disponer, no sólo a su Montalbano, sino a los personajes que cruzan la tierra de Sicilia. Más que un moralista, pues, Montalbano es un hombre apesadumbrado por el infortunio ajeno. Lo cual no obsta, por otro lado, para que comprenda la interna maquinaria -"la formidable y espantosa máquina"- que mueve el mundo.

La idea que predomina en Camilleri una idea solar. Una idea donde se solapan, discretamente, la justicia y la belleza. Nada que no supiéramos desde los días de Atenas. Y sin embargo, no es la solemnidad, sino el humor, lo que dirige su mirada. En Camilleri está también la idea del mar. El mar como agua lustral que todo lo limpia y el mar como tiniebla que habrá de devorarnos. A qué mar se dirige ahora, no podemos saberlo. Sí conviene decir que hay una vaga nostalgia de la felicidad en muchas de sus páginas. Y que su idea del bien siempre fue una idea cordial, sencilla y humanísima.

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