Cultura

¿Memorias de África?

  • Cuatro años después de la aclamada 'Ciudad abierta', Acantilado recupera una obra anterior de Teju Cole, un retrato de la Nigeria actual, en particular de ese gran animal urbano llamado Lagos.

CADA DÍA ES DEL LADRÓN. Teju Cole. Trad. Marcelo Cohen. Acantilado. Barcelona, 2016. 144 páginas. 16 euros.

El nombre del nigeriano Teju Cole (Kalamazoo, Michigan, 1975) se dio a conocer hace cuatro años con su aclamada novela Ciudad abierta, que recibió elogios y preseas literarias de alto postín. Antonio Muñoz Molina dijo por entonces que la de Teju Cole era la novela que le habría gustado escribir a él mismo. A veces los encomios nos ponen en legítima alerta. Pero es verdad que al menos muchos lectores pensamos esto mismo. Ciudad abierta era la novela que también nos habría gustado escribir a nosotros.

Era aquella una obra con voz propia, que narraba mayormente las caminatas que un joven de origen africano llamado Julius, psiquiatra del hospital de la Universidad de Columbia, solía ejercitar por los parques y las avenidas escuadradas del gran Manhattan. No había nada excitante en aquellas andadas. Pero la voz que describía todo aquello nos alcanzaba de algún modo sutil y pronto la hacíamos nuestra. Postales urbanitas. Situaciones corrientes. Personas. Algún que otro viaje a Europa. Pero nada, repetimos, era hiperbólico o novelesco. Todo fluía por inercia: el espacio exterior iba conformando una conciencia interior, en la que si acaso afloraba un sentimiento de tránsito, de un estar pero sin estar en el mundo. Y todo ello sin el estorbo de la melancolía. Decía también Muñoz Molina -y perdón por el abuso- que la naturalidad de la novela era tan perfecta que hacía falta mucha atención para apreciar el artificio que la hacía posible.

Ahora nos llega esta otra otoñal novela de Teju Cole, Cada día es del ladrón (en realidad es anterior a Ciudad abierta, pero acaba de publicarse en castellano). De nuevo reconocemos aquí, si no la misma voz, sí al menos su reverbero. Un joven médico, oriundo de Nigeria, regresa a Lagos tras vivir quince años en Nueva York. No regresa para quedarse, en lo que sería una vuelta sentimental, autoexculpatoria más bien, a su propio pasado. Pero tampoco se insinúan con claridad las intenciones del susodicho.

Cada día es del ladrón viene a ser más bien un retrato de la Nigeria actual y, en particular, de ese gran animal urbano llamado Lagos (la segunda urbe más poblada y tentacular de África tras El Cairo). El título viene extraído de un proverbio yoruba: "Cada día es del ladrón, pero un día es para el dueño". Más que un regreso, lo que el lector percibe es más bien una incierta idea de regreso. Volver no llega a ser una forma de conciliación. Es ahí donde el estilo narrativo de Teju Cole, en apariencia seco y lírico a la vez, se hace reconocible.

Pero, como decíamos, es la situación de su Lagos natal la que ocupa la atención del protagonista. Desde que pone pie en el país la corrupción se hace presente con un sinfín de sobornos y sinecuras. La corrupción es una forma rutinaria de salvar el día. Aparte de los tradicionales golpes de estado, a partir de los años 60 el boom del petróleo convirtió a Nigeria en un negro Potosí. Pero la economía, que se trasluce hoy por hoy a ojos vista, hace estragos o no alcanza a desarrollar su potencial. Camarillas de atracadores pululan por doquier. Forman parte de la gran familia urbana, tanto o más que los buses públicos (donfas) o los simpáticos mototaxis (okadas).

El consumismo feroz devora a la deslavazada ciudad. Apenas si existen iniciativas ajenas al abrazo del oso: la globalización. Hasta el país se ha vuelto amnésico respecto a su lacerante historia como productor de esclavos a América. En el Museo Nacional apenas si hay referencias al esclavismo sufrido por las tribus nigerianas hasta bien entrado el siglo XIX. Por lo demás, el protagonista percibe bien pronto que la religión ejerce como ejército de captación. Las iglesias de las distintas confesiones cristianas compiten en fanatismo social con la mayoritaria comunidad musulmana. Desde las mezquitas (algunas suntuosas y horteras), el canto del muecín convive con la arquitectura cristiana de traza brasileña. Hay como un cierto desdén por prosperar, lo que convierte en ponzoña toda felicidad aparente. El lema del país podría ser éste: Religión-Corrupción-Felicidad (si se quiere, aunque el autor no los cita por ser fenómeno reciente, podríamos añadir a los zumbados terroristas de Boko Haram)

A estas alturas de la presente el lector dirá que para qué leer una triste -pero mordaz- novela que nos describe un país no muy distinto de otros paraísos de los que a menudo se habla en los telediarios. Volvemos al inicio. En las novelas de Teju Cole la sutileza resulta de cómo nos cuenta las cosas, no como las cosas son en sí. A través del protagonista sí que existe cierta confrontación entre el anclaje a los orígenes y la castradora realidad contra la que se topa. Pero esta porfía no le resulta tan desgarradora. Al final toma un avión y vuelve a Nueva York. Una vuelta que, en verdad, tampoco llega a cuajar en una clara idea de regreso.

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