Sujeto elíptico | Crítica

El yo ausente

  • Inspirado en el singular universo de la cultura bereber, Cristian Crusat amalgama en su nuevo libro narración, ensayo, biografía y relato de viajes

El escritor Cristian Crusat (Málaga, 1983).

El escritor Cristian Crusat (Málaga, 1983). / D. S.

Sujeto elíptico de Cristian Crusat es, como el autor advierte en la nota preliminar, "la declaración de una ausencia": la ausencia de los otros, del mundo y de uno mismo. La reconfortante ausencia que permite el renacimiento, pero también la insidiosa ausencia que esconde al otro, que lo elude y lo convierte en sombra. Crusat es un autor que no hace concesiones. No escribe para explicar sino para explicarse el mudo y su deriva, y este libro es ejemplo de esa manera suya de abordar la realidad desde múltiples perspectivas.

Sujeto elíptico no puede enmarcarse en ningún género literario, no es un libro al uso porque suma relatos, ensayos y apuntes biográficos. En este volumen, que nace de la "incomprensión absoluta y de la perplejidad alegre", la literatura se erige como único pilar insoslayable para sostener la memoria. La palabra precisa se vuelve a cargar de sentido, vuelve a nombrar a objetos y personas como si lo hiciera por primera vez.

El autor se adentra en un viaje físico, mental y sensorial que tiene como horizonte su deseo de rastrear en Marruecos la cultura bereber, un pueblo que constituye "una de las metáforas más certeras de la esencial otredad del ser humano, pues hasta su nombre les fue impuesto por los demás". Esta búsqueda esencial se convierte también en un pretexto no disimulado para abordar la forma en la que el hombre se relaciona con los otros, con la realidad que lo circunda y con la ficción que a veces se cuela por las fisuras de la cotidianidad.

El recorrido material y espiritual que Crusat afronta en este libro se sustenta en el ardiente paisaje marroquí, en el que la luz "parece provenir del interior de la tierra". Agadir es el centro de este periplo, una ciudad reconstruida que aún guarda abierta la herida de una pérdida. El autor comparte casa con una mujer que sueña a su lado, que duerme en la oscuridad mientras él trabaja y se afana por dar sentido al polvo amarillento que lo cubre todo, al semáforo colgado en mitad de la calle que mueve insistentemente el viento, a las colegialas en bicicleta, al hombre que cada tarde pela parsimoniosamente una naranja o a la niebla matinal que "se abate con el ruido de los primeros coches y los pujantes olores del puerto y su industria sardinera".

Portada del libro. Portada del libro.

Portada del libro. / D. S.

También visita ciudades cercanas, como en el memorable capítulo En un lugar de Berbería: monos y caos en el Quijote. (Reflexiones cervantinas a bordo de un autobús de Supratours), que se revela como centro neurálgico del libro. De camino a Essauira –"donde las velas de las tablas de windsurf surcan el aire como una armoniosa banda de ibis"– el autor reflexiona sobre la línea difusa entre la realidad y la ficción, entre nosotros y los otros, entre los personajes y las personas. Reconoce en el Quijote los "biombos" japoneses –y no es casual la referencia a la cultura nipona– que dividen someramente el espacio único en el que ambas esferas conviven: "Toda nuestra vida se encuentra llena de biombos que conectan la realidad con la ficción, separándolas solo aparentemente", apunta el autor.

Crusat tiene los ojos abiertos para acatar la sorpresa y es capaz de reconocer esos pequeños milagros cotidianos que suceden tras un encuentro fortuito en mitad de la nada: ese niño que tiene como mascota un mono vidente y fumador que revive en la memoria del autor una escena cervantina. Cervantes, pero también Junichiro Tanizaki, elogiador de la sombra en la que sucumbe el tiempo y el espacio, y Haruki Murakami, insistente explorador de conexiones entre éste y otros mundo posibles.

El autor parece entender la vida como una búsqueda permanente y vuelve a encontrarse a sí mismo "en uno de esos tránsitos vitales que gobiernan mi existencia, cuajada de tiempos muertos e inútiles comienzos". En Sujeto elíptico, esa búsqueda vital se centra en desentrañar los vestigios culturales del pueblo bereber. Crusat persigue hermosos fantasmas de otros tiempos que toman cuerpo en sus leyendas, costumbres y, sobre todo, a través de la constatación de su carácter de pueblo ignorado, despojado de su ser.

Ensayista, traductor, el escritor malagueño es sobre todo un avezado narrador. Sus indudables dotes para contar, y contar bien, se ponen de manifiesto en un puñado de relatos tradicionales e inventados (a veces las dos cosas a la vez) que se integran en el libro. Nos desvela algunas de las leyendas propias del pueblo de los imasighen (que es como los bereberes se llaman a sí mismos), pero también versiona narraciones tradicionales, como en el caso de la deslumbrante historia El oasis y los dientes. En otras ocasiones, como ocurre en Hombres en las puertas, describe escenas cotidianas cargadas de valor simbólico que son ventanas abiertas a otras realidades.

"Aunque el amor a media tarde, los viajes y la literatura representan cómodos atajos en la huida de uno mismo", en Sujeto elíptico, Cristian Crusat nos propone una "mirada más ancha y abarcadora" porque dejar de comprender "implica en muchos sentidos desaparecer y ausentarse".

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