'Constantinopla 1453. El último gran asedio' | Crítica

De Troya a Constantinopla

  • Roger Crowley recrea con fidelidad a los hechos y pasión por la Historia la caída de la capital del imperio bizantino en manos de los otomanos en 1453

Maqueta y reconstrucción del asedio a Constantinopla según el Museo Militar de Estambul.

Maqueta y reconstrucción del asedio a Constantinopla según el Museo Militar de Estambul.

Para la mentalidad cultural europea el 29 de mayo de 1453 supuso la caída de Constantinopla. Fue un trauma colosal, un castigo de Dios por los muchos pecados cometidos por la dividida cristiandad. Pero para el orbe islámico, de acuerdo a la hégira mahometana, aquella fecha supuso no la caída, sino la heroica conquista de Constantinopla por los turcos otomanos.

La hazaña del veinteañero sultán Mehmet II rebosó simbolismo. Para los musulmanes significó morder por fin la ansiada Manzana Roja, cuyo símbolo de poder se reflejaba en el globo terráqueo que sostenía en una mano la estatua ecuestre de Justiniano el Grande, el antiguo emperador bizantino. Mahoma habría profetizado la suerte del preciado fruto rojo.

Hasta la agorera primavera de 1453 Constantinopla sufrió veintitrés asedios. Valente rechazó la primera horda de los godos en el lejano año 378. Los árabes, en imparable expansión, pusieron sitio a la egregia capital (674) y, más tarde, en el terrible asedio que acabó en el año 718. Más que una rendición militar, el fracaso árabe ante las murallas bizantinas significó una derrota teológica.

Crowley forma parte del largo linaje de historiadores británicos seducidos por Bizancio

El caso es que aquel prodigioso paño de piedra con doble muralla, torreones y foso, fortificado por Teodosio II y su prefecto Artemio (año 413), hicieron imposible el asalto a la Roma de Oriente. Sólo hubo una profanación. Fue en 1204, cuando el desvío de la soldadesca de la IV Cruzada entró en Constantinopla con furibundo odio. Los cruzados latinos arrasaron la ciudad con una saña igual o superior a la empleada por los jenízaros de Mehmet más de dos siglos después.

Roger Crowley (Cambridge, 1951) forma parte de la orla de historiadores británicos seducidos por el aura de Bizancio. La tradición anglosajona se remonta a sir Steve Runciman, glorioso cronista de las cruzadas y la era bizantina (La caída de Constantinopla puede leerse como una formidable novela de aventuras). Philip Mansel (Constantinopla) o Bettany Hughes (Estambul. La ciudad de los tres nombres) también han mostrado su fascinación por la neblina de intrigas que siempre han levantado las aguas del Cuerno de Oro junto al Bósforo.

Recordemos que Stefan Zweig dedicó al fin de Bizancio una de las páginas más memorables de sus Momentos estelares de la humanidad. En El sitio de Constantinopla el hoy olvidado Mika Waltari narró también la agonía de los últimos días que se cernían sobre la mole celestial de Santa Sofía. Queremos subrayar, por tanto, que Roger Crowley, igual que hiciera el gran divulgador Isaac Asimov, forma parte de una tradición académica y literaria, que ha visto en el epítome de 1453 uno de los puntos álgidos de la historia de la humanidad.

Retrato de Mehmet II pintado por Bellini. Retrato de Mehmet II pintado por Bellini.

Retrato de Mehmet II pintado por Bellini.

Conforme al célebre retrato de Bellini, Runciman hablaba del sultán Mehmet como el loro que comía cerezas. Zweig resaltó el tesón fanático que se ocultaba bajo aquella arisca nariz de papagayo. Roger Crowley demuestra que es un autor de la cuerda, que no desmerece el poso dejado por los grandes maestros divulgadores. He aquí, por tanto, el historiador que aúna fidelidad a las fuentes, pasión por los hechos y narrativa escrita, llegado el caso, con novelesco brío.

El asedio a las murallas de Constantinopla fue una colosal epopeya para las artes bélicas. Durante 55 días se llevaron a cabo episodios de lo más hazañosos (el aterrador cañón de Urban, los navíos otomanos que sortearon la cadena del Cuerno de Oro partiendo por tierra firme desde el Bósforo hasta la propia rada, las labores de zapa bajo las murallas, el temible fuego griego). Todo ello jalonado por actos de gallardía y heroísmo, pero también de negligencia, traición y ruindad. El águila bicéfala del último Paleólogo sucumbió a los estandartes turcos adornados con colas de caballo.

Coronado en el Peloponeso, en una iglesia de Mistras (hoy por hoy un bucólico nido de ruinas bizantinas enclavado frente a la histórica Esparta), la muerte del emperador Constantino XI en la batalla se fundió por siempre en el nimbo de la leyenda y la superstición. Se dijo que su cuerpo, ya exangüe, fue reconocido por el águila bicéfala bordada en sus medias y que fue decapitado y su cabeza enviada como trofeo por los tronos del mundo mahometano. La leyenda sugiere que un ángel recogió su cuerpo y lo enterró bajo la Porta Áurea. Allí aguarda para resucitar y reconquistar la ciudad perdida.

El vencedor, el muchacho Mehmet, hizo su entrada por la actual Edirnekapi, la otrora puerta de Carisio. La escorrentía de sangre que se apoderó de la ciudad rendida lo dejó sumido en una melancolía abismada, mientras recorría las calles y los predios que llevaban a Santa Sofía, situada en la otra punta de las murallas. "La araña es quien sujeta los cortinajes del Palacio de los Césares. El búho deja oír su llamada nocturna en las Torres de Afrasiab". Dicen que musitó estos versos en mitad de la desolación y el derecho a botín de los suyos. Ardía la nueva Troya.

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